domingo 30 de agosto de 2009
Poco despues de la ultima publicaciòn pensabamos no esta muerto quien pelea y parece que estas semanas nos estan dando la razòn...Apoyar firmemente la ley de medios es el desafío que tenemos todos los militantes que nos preciemos como tal.Esperemos que seamos muchos los que estemos a la altura de las circunstancias.
domingo, 1 de noviembre de 2009
Buscando significados seguimos.
jueves 2 de julio de 2009
Con el diario del lunes todos empeamos a hacer especulaciones de todo tipo, y vistas a futuro como astrólogos recalcitrantes.Se dice por allí,mas o menos algo así, "Kirchner se despide del 2011", una verdad irrefutable por estas horas. Pero eso es tan así? no me animaria a refutarlo hoy, pero que pasará en estos dos años que siguen?. Se pontifica "hablaron las urnas", "el kirchnerismo debe escucharlas" y luego saltan todo tipo de interpretaciones de lo que ellas dijeron. Un problema de estilos.Todos coinciden en que fue un NO a un estilo de soberbia, la falta de dialogo, apertura de juego, centralismo decisional, confrontación etc., desde Pino hasta Carrio, de De Narvaéz o Macaluse hasta Macri y los moderados de Reuteman, Cobos, Binner o Sabatella. Podemos coincidir en algo pero no in toto. Es verdad que hubo una construcción discursiva de esas cualidades, y que esas cualidades tienen una materializacion en la realidad, pero el estilo K no se acaba allí. Tambien tenemos su cuota de efecto sorpresa, de transgresión, de jugar al limite, de pragmatismo e idealismo mezclados vaya a saber por que pocima, de buscar nuevos horizontes de la política y extenderla donde parecia que no habia nada mas, de apostar todo y jugarsela de una.Fue ese estilo el llevo adelante muchas cosas. Implico que el Estado,que estaba dado por muerto dada su fragmentacion, avance sobre la economia y comience a preocuparse por lo social y sea el ordenador -o con fuerte ingerencia en el ordenamiento social. Quizá sí, esas cualidades que le critican se hayan incrementado producto de su forma de negociar, ya que para retomar ese poder estatal hubo que ser fuerte y no dar el brazo a torcer. y fue, de esa forma, que se reconstituyó un poder y eso fue obra y gracia, en Argentina, del Kirchnerismo y tambin porsupuesto de sus estilos. Guerras y batallas.Ahora bien es posible que esa construccion discursiva con anclaje en la realidad, que tiene que ver con la forma confrontativa, conflictiva, tuvo sin dudas sus frutos en los comicios del domingo pasado. La estrategia K de pegar duro a su adversario y confrontarlo con los noventa no llego a cuajar mucho, ante el "vaciamiento de lo político" que operaba desde los medios, pareciera que la estrategia de sonriente vs enojado primó, frente al estatalista vs el neoliberal, y quiza esto tenga algun sentido mas allá de la irracionalidad logica de preferir un discurso neoliberal sonriente. Esto se deberia al apoliticismo reinante en nuestra sociedad. Fue el triunfo del apoliticismo frente al politicismo. Es muy probable que un Manú Ginobili testimonial, que despues dijera me voy a seguir repesentando al pais con el basquet hubiera ganado la pulseada tranquilamente.De la forma que fuere, a pesar de muchas escrituras que hablan de que se ha cerrado un ciclo o algo quiza peor que se ha agotado el peso simbolico del Kirchnerismo, yo sería un tanto mas optimista, aunque sea un rasgo que en política es un tanto desdichado desde Maquiavelo, ya que creo que este es el fondo del Kirchnerismo y habrá que ver como se las ingenia para jugar en las malas. A su favor, creo, que es lugar desde donde mejor lo hace, así lo hizo cuando nada tenia allá por el 2003. De mi parte, un fervoroso cookismo es el que me alienta. En el 55 cuando cuando cayó Perón con el golpe de "la fusiladora" no fueron tantos los que salieron a defender el gobierno que había caido, pero algunos vieron a Cooke con una pistola cerca de plaza de mayo. Claro que las distancias son obvias, y que los golpes contemporaneos no son como los de ayer. No son necesarios los militares, pensemos en el 89 de Alfonsín. Y que aquí hubo unas elecciones de por medio, el golpe fue simbolico, fue un golpe emotivo, algo inesperado, lo único que no podia ocurrir pero sucedió. Por eso fue un golpe. Nosotros no tenemos pistolas, y tampoco somos ¡ay! Cooke, pero estamos convencidos de que debemos agarrarnos con uñas y dientes a esto que tanto nos costo.
Con el diario del lunes todos empeamos a hacer especulaciones de todo tipo, y vistas a futuro como astrólogos recalcitrantes.Se dice por allí,mas o menos algo así, "Kirchner se despide del 2011", una verdad irrefutable por estas horas. Pero eso es tan así? no me animaria a refutarlo hoy, pero que pasará en estos dos años que siguen?. Se pontifica "hablaron las urnas", "el kirchnerismo debe escucharlas" y luego saltan todo tipo de interpretaciones de lo que ellas dijeron. Un problema de estilos.Todos coinciden en que fue un NO a un estilo de soberbia, la falta de dialogo, apertura de juego, centralismo decisional, confrontación etc., desde Pino hasta Carrio, de De Narvaéz o Macaluse hasta Macri y los moderados de Reuteman, Cobos, Binner o Sabatella. Podemos coincidir en algo pero no in toto. Es verdad que hubo una construcción discursiva de esas cualidades, y que esas cualidades tienen una materializacion en la realidad, pero el estilo K no se acaba allí. Tambien tenemos su cuota de efecto sorpresa, de transgresión, de jugar al limite, de pragmatismo e idealismo mezclados vaya a saber por que pocima, de buscar nuevos horizontes de la política y extenderla donde parecia que no habia nada mas, de apostar todo y jugarsela de una.Fue ese estilo el llevo adelante muchas cosas. Implico que el Estado,que estaba dado por muerto dada su fragmentacion, avance sobre la economia y comience a preocuparse por lo social y sea el ordenador -o con fuerte ingerencia en el ordenamiento social. Quizá sí, esas cualidades que le critican se hayan incrementado producto de su forma de negociar, ya que para retomar ese poder estatal hubo que ser fuerte y no dar el brazo a torcer. y fue, de esa forma, que se reconstituyó un poder y eso fue obra y gracia, en Argentina, del Kirchnerismo y tambin porsupuesto de sus estilos. Guerras y batallas.Ahora bien es posible que esa construccion discursiva con anclaje en la realidad, que tiene que ver con la forma confrontativa, conflictiva, tuvo sin dudas sus frutos en los comicios del domingo pasado. La estrategia K de pegar duro a su adversario y confrontarlo con los noventa no llego a cuajar mucho, ante el "vaciamiento de lo político" que operaba desde los medios, pareciera que la estrategia de sonriente vs enojado primó, frente al estatalista vs el neoliberal, y quiza esto tenga algun sentido mas allá de la irracionalidad logica de preferir un discurso neoliberal sonriente. Esto se deberia al apoliticismo reinante en nuestra sociedad. Fue el triunfo del apoliticismo frente al politicismo. Es muy probable que un Manú Ginobili testimonial, que despues dijera me voy a seguir repesentando al pais con el basquet hubiera ganado la pulseada tranquilamente.De la forma que fuere, a pesar de muchas escrituras que hablan de que se ha cerrado un ciclo o algo quiza peor que se ha agotado el peso simbolico del Kirchnerismo, yo sería un tanto mas optimista, aunque sea un rasgo que en política es un tanto desdichado desde Maquiavelo, ya que creo que este es el fondo del Kirchnerismo y habrá que ver como se las ingenia para jugar en las malas. A su favor, creo, que es lugar desde donde mejor lo hace, así lo hizo cuando nada tenia allá por el 2003. De mi parte, un fervoroso cookismo es el que me alienta. En el 55 cuando cuando cayó Perón con el golpe de "la fusiladora" no fueron tantos los que salieron a defender el gobierno que había caido, pero algunos vieron a Cooke con una pistola cerca de plaza de mayo. Claro que las distancias son obvias, y que los golpes contemporaneos no son como los de ayer. No son necesarios los militares, pensemos en el 89 de Alfonsín. Y que aquí hubo unas elecciones de por medio, el golpe fue simbolico, fue un golpe emotivo, algo inesperado, lo único que no podia ocurrir pero sucedió. Por eso fue un golpe. Nosotros no tenemos pistolas, y tampoco somos ¡ay! Cooke, pero estamos convencidos de que debemos agarrarnos con uñas y dientes a esto que tanto nos costo.
una nueva etapa que nos lleva a lo de siempre
miércoles 1 de julio de 2009
Pasado un año y monedas después de nuestra última entrada, volvemos acá. Como en ese momento las horas no eran las mejores allá el conflicto agrario nos despertaba la idea de un blog que difundiera las visiones que teniamos sobre ese tema en apoyo al gobierno del proyecto nacional. Hoy volvemos acá, despues de la peor derrota de ls ultimos 6 años. Ha caído nuestro Cid en los mares pampeanos de la provincia. En territorio ajeno. Nuestro general encabezó la batalla y perdió frente a un novato. Me recuerda a las palabras del gran caudillo entrerriano Ricardo Lopéz Jordán cuando con triteza decia "me ha ganado un pendejo", refiriendose a Roca que en la provincia de Corrientes estrenaba la potencia de los fusiles Remington frente a las lanzas y las caballerias federales. Si los fierros son los medios como gusta decir a Kirchner -y no a mi- podemos decir que el territorio perdio frente a los spot televisivos y la la PNT(publicidad notradicional) pero no en el sentido de estar mas tiempo y de salir en camara o tener publicidades, sino en la forma en que se impuso en estas últimas elecciones un lenguaje mediático que tiene que ver con la forma en que se arman los discursos, los chistes, los clichés van siempre en un sentido conservador, apoliticista, moderado, excéptico. (Habrá que ver cual fué el daño mediatico de Pino Solanas a la figura de Kirchner, visto la rotación de su figura, la presencia en los medios y el constante acicateo al oficialismo, en eso y en sus puntos de discucion, la corrupción, la soberbia, etc. no se distanciaba mucho de los demas opositores.De nuestra parte, somos argentinos sabemos caminar con las derrotas a cuestas y esto no es la primera vez que nos pasa. Es verdad que muchos han sido los errores y debemos discutir sobre ello pero no es el momento de hacer leña del árbol caido.
Pasado un año y monedas después de nuestra última entrada, volvemos acá. Como en ese momento las horas no eran las mejores allá el conflicto agrario nos despertaba la idea de un blog que difundiera las visiones que teniamos sobre ese tema en apoyo al gobierno del proyecto nacional. Hoy volvemos acá, despues de la peor derrota de ls ultimos 6 años. Ha caído nuestro Cid en los mares pampeanos de la provincia. En territorio ajeno. Nuestro general encabezó la batalla y perdió frente a un novato. Me recuerda a las palabras del gran caudillo entrerriano Ricardo Lopéz Jordán cuando con triteza decia "me ha ganado un pendejo", refiriendose a Roca que en la provincia de Corrientes estrenaba la potencia de los fusiles Remington frente a las lanzas y las caballerias federales. Si los fierros son los medios como gusta decir a Kirchner -y no a mi- podemos decir que el territorio perdio frente a los spot televisivos y la la PNT(publicidad notradicional) pero no en el sentido de estar mas tiempo y de salir en camara o tener publicidades, sino en la forma en que se impuso en estas últimas elecciones un lenguaje mediático que tiene que ver con la forma en que se arman los discursos, los chistes, los clichés van siempre en un sentido conservador, apoliticista, moderado, excéptico. (Habrá que ver cual fué el daño mediatico de Pino Solanas a la figura de Kirchner, visto la rotación de su figura, la presencia en los medios y el constante acicateo al oficialismo, en eso y en sus puntos de discucion, la corrupción, la soberbia, etc. no se distanciaba mucho de los demas opositores.De nuestra parte, somos argentinos sabemos caminar con las derrotas a cuestas y esto no es la primera vez que nos pasa. Es verdad que muchos han sido los errores y debemos discutir sobre ello pero no es el momento de hacer leña del árbol caido.
Las Cartas
Teniendo en cuenta la gravedad de los hechos ocurridos en nuestro país en los últimos ya casi tres meses, es que desde El hombre cabeza de mar, inicialmente pensado como un espacio de discusión en general, hemos decidido dedicarnos particularmente a compartir, pensar y reflexionar sobre los hechos y las visiones que intentan descifrarlos; y en estas acciones nos brindan herramientas para un análisis más fructífero de la situación actual al tiempo que nos dejan rastros para pensar nuestras vidas de un modo menos lineal y libertario. En este sentido, creemos que las voces expresadas dramáticamente en estas cartas abiertas tienen un valor invalorable, no solo por la gran cantidad de aportes sino también por el momento en el que ellas van apareciendo, las adhesiones y el movimiento que generan, haciéndonos pensar sobre la variedad y trayectorias de las personas que se acercan. Una de las cosas más importantes es la inscripción de estas cartas como un momento más en la historia argentina de las relaciones entre intelectuales y política.
POr eL hOmbre cabeZa de maR
POr eL hOmbre cabeZa de maR
Carta Abierta/3
LA NUEVA DERECHA EN LA ARGENTINA.
¿Cómo se puede reclamar la nacionalización del petróleo cuando la lucha que se despliega es contra una medida progresiva de índole impositiva? ¿Cómo se puede llamar a la lucha contra la pobreza con aliados que expresan las capas más tradicionales de las clases dominantes? Algo ha sucedido en los vínculos entre las palabras y los hechos: un disloque. Los símbolos han quedado librados a nuevas capturas, a articulaciones contradictorias, a emergencias inadecuadas. Ningún actor político puede declararse eximido de haber contribuido a esa separación. Las situaciones críticas obligan a preguntarse qué palabras le corresponden a los nuevos hechos. Entre las batallas pendientes en la cultura y la política argentina, está la de nombrar lo que ocurre con actos fundados en una lengua crítica y sustentable. Sin embargo, hoy las palabras heredadas suelen pronunciarse como un acto de confiscación. Cualquier cosa que ahora se diga vacila en aportar pruebas de su enraizamiento en expectativas sociales reales. Parece haber triunfado la “operación” sobre la obra, el parloteo sobre el lenguaje.“Clima destituyente” hemos dicho para nombrar los embates generalizados contra formas legítimas de la política gubernamental y contra las investiduras de todo tipo. Una mezcla de irresponsabilidad y de milenarismo de ocasión sustituyó la confianza colectiva. “Nueva derecha” decimos ahora. Lo decimos para nombrar una serie de posiciones que se caracterizan por pensarse contra la política y contra sus derechos de ser otra cosa que gestión y administración de los poderes existentes. Una derecha que reclama eficiencia y no ideología, que alega más gestión que valores –y puede coquetear con todo valor-, que invoca la defensa de las jerarquías existentes aunque se inviste miméticamente de formas y procedimientos asamblearios y voces sacadas de las napas prestigiosas de las militancias de ciclos anteriores. Esa derecha impugna la política como gasto superfluo y como enmascaramiento, pero es cierto que la impugna con más dureza cuando la política pretende intervenir sobre la trama social. Tiene distintas inflexiones: desde la ilusoria eficiencia empresarial del macrismo hasta el intercambio directo de dones y rentas imaginado en Gualeguaychú, sin Estado ni partidos, sólo con golpes de transparencia contra lo que llaman obstáculos.Transparencia social imposible, como no sea bajo un régimen coercitivo, que expresa su desprecio hacia la política como capacidad transformadora, como intervención activa sobre la vida en común. De ese vaciamiento son responsables, también, los profesionales de la política que priorizaron sus propios intereses mientras sostenían un discurso de lo público. Demasiado tiempo vino degradándose el lenguaje político como para que no surgieran mesianismos vicarios y vaticinios salvadores que en vez de redimir el conocimiento político son el complemento milenarista del espontaneísmo soez. La nueva derecha viene a decir que eso no está mal y que se debe llevar a sus últimas consecuencias, disolviendo la instancia misma de la política. Es fundamentalmente destituyente: vacía a los acontecimientos de sentido, a los hechos de su historicidad, a la vida de sus memorias. Por eso, atraviesa fronteras para buscar terminologías en sus antípodas. Es una nueva derecha porque a diferencia de las antiguas derechas, no es literal con su propio legado, sino que puede recubrirse, mimética, con las consignas de la movilización social.La nueva derecha puede agitar florilegios de izquierdas recreadas a último momento como préstamo de urgencia o anunciar compromisos caros a las luchas sociales de la historia nacional, sea Grito de Alcorta, sea la gesta de Paso de los Libres en 1933, sean las asambleas del 2001. Es una nueva derecha veteada de retazos perdidos pero no olvidados de antiguas lenguas movilizadoras. Condena el vínculo vivo de las personas y las sociedades con el pasado, llamando a un ilusorio puro presente que podría desprenderse de esas capas anteriores. Lo hace, incluso, cuando trae símbolos de ese pasado sujetándolos a relaciones que los niegan o vacían. Cita al pasado como una efemérides al paso. Será jauretcheana si cuadra, aplaudirá a Madres de Plaza de Mayo si lo ve oportuno, dirá que adhiere a Evo Morales si se la apura, y no le faltará impulso para aludir a los mayos y los octubres de la historia. Mimetismo bendecido, tolerado: es la nueva derecha que ensaya el lenguaje total de la movilización con palabras prestadas. Procede por expurgación y despojo: restándole a la realidad algunas de las capas que la constituyen y presentando en una supuesta lisura la vida en común. En ella no hay espesor, diferencias, desigualdades, violencias ni explotación; ella habla del “campo” trazándonos un dibujo bucólico de pioneros esforzados de la misma manera que considera la pobreza y el hambre como desgracias naturales o como penurias redescubiertas para sostener una mala conciencia de escuderos novedosos de los poderes agrarios tradicionales.En la nueva derecha reina lo abstracto pero con la lengua presunta de lo concreto: precisamente la que hablan los medios de comunicación. A la trama moral de las acciones la tornan escándalo moral, denuncismo de sabuesos que dejan saber que las sospechas generalizadas sobre la vida política son instrumentos que pueden sustituir un pensar real. En ella se trata de reivindicar la honestidad de los ciudadanos-consumidores, su espontaneidad expresiva ante las manipulaciones de la vieja política; transparentar es su grito, mostrar un supuesto lenguaje sin espesura es su lema. Sin obstáculos, sin pliegues. Sus lenguajes apuntan a vaciar de contenido historias y memorias de la misma manera que buscan desmontar cualquier relación entre universo reflexivo-crítico y política transformadora. Devastación del mundo de la palabra en nombre de la brutalización massmediática; simplificación de la escena cultural de acuerdo a la continua mutilación de la densidad de los conflictos sociales y políticos.La nueva derecha es ahora un conjunto de procedimientos y de prácticas que se difunden peligrosamente en las más diversas alternativas políticas. La aceptación de que la escena la construyen los medios de comunicación lleva a un tipo de intervención pública tan respetuosa de ese poder como sumisa respecto de las palabras hegemónicas. Hace tiempo que los estilos comunicaciones habituales recurren al intercambio de denuncias como una cifra moral, que parece menos un proyecto compartible de refundar la política en la autoconciencia pública emancipada que en la circulación de un nuevo “dinero” basado en un control de la política por la vía de un moralismo del ciudadano atrincherado, temeroso, ausente de los grandes panoramas históricos. Moralismo de estrechez domiciliaria, pertrechada, víctima de miedos construidos y de oscuros deseos de resarcimiento. Es un viaje que parece no tener retorno hacia la espectacularización de una conciencia difusa de represalia. Es un recelo que va quedando despojado de contenidos, como no sean los parapetos medrosos de un pensamiento consignatario. Todo lo que implica la misma incapacidad para descubrir que lo que llaman “opinión pública”, que en ciertos momentos de la historia, es un acatamiento a lo que habla por ella más de lo que ella balbucea de sí misma.La nueva derecha se inviste con el ropaje de la racionalidad ciudadana, adopta los giros de lenguaje y los deseos más significativos de una opinión colectiva sin la libertad última para ver que encarna los miedos de una época despótica y violenta. Un intenso intercambio simbólico viene a sellar así la alianza entre la nueva derecha, los medios de comunicación hegemónicos y el “sentido común” más ramplón que atraviesa a vastos estratos de las capas medias urbanas y rurales del que tampoco es ajeno un mundo popular permanentemente hostigado por esas discursividades dominantes.Lo que sucede en Bolivia, quizás el escenario más complejo de la región, debe alertarnos. No porque sean equivalentes los fenómenos sociales y políticos, sino porque el tipo de confrontación que las derechas bolivianas despliegan advierten sobre cuánto se puede decidir no respetar la voluntad popular, aun apelando a frenesís plebiscitarios. En Argentina no estamos ante un escenario de esa índole pero sí asistiendo a la emergencia de nuevos fenómenos políticos reactivos y conservadores, que atraviesan partidos políticos populares y organizaciones sociales. Todo trastabilla ante la cuerda subterránea que tienden las nuevas derechas. La señora cansada del conflicto, el locutor de la noche harto de la refriega, el pequeño rentista fastidiado de las listas electorales que había votado. Las nuevas derechas ejercen su señorío como una forma de desencanto, llamando al desapego generalizado. El ser social por fin saturado de las dificultades de una época, llama bajo su forma reactiva, a no pensar la dificultad sino a refugiarse en la desafección política, en el módico mesianismo al borde de las rutas. Proclaman que actúan por dignidad cuando son economicistas y son economicistas cuando demuestran que esa es la nueva forma de la dignidad.Atraviesan así toda la materia sensible de este momento de la historia nacional. Su frase predilecta, “no me metan la mano en el bolsillo”, hace de los actos legítimos de regulación de las rentas extraordinarias de la tierra, una ignominiosa expropiación. Trata un bien nacional, como la productividad del suelo, como cosa meramente privada. Otras frases reiteran: “está loca”, e incluso se ha escuchado en la televisión de la noche de los domingos: “es satánico”. Se interpreta la intervención del Estado en el mercado en la clave de una psiquiatría obtusa de revista de peluquería, de chistoso de calesita o de pitonisa de boudoir. Menos se dice “hay que matarlos”, pero aparece en los añadidos que publican algunos periódicos cuando termina la redacción de sus propios artículos y comienza la carnicería opinativa en un anonimato electrónico sediento de desquite. ¿Ante quién? ¿para qué? No le importan las respuestas a una nueva derecha que recobra el linaje de las más impiadosas que tuvo el país. Ha soltado la lengua, pero aprendió a decir primero “armonía” y diálogo” mientras no ocultan la sonrisa sobradora cuando escuchan que se les dice “y pegue, y pegue!”.Se considera una redención el uso del lenguaje más incivil del que se tenga memoria en las luchas sociales argentinas. Con impunidad lo han tomado, con rápido gesto de arrebatadores, del desván de los recuerdos y de las historias de gestas desplegadas en nombre de un ideal más igualitario. En un sorprendente movimiento de apropiación para travestirla en su beneficio, han movilizado la memoria de los oprimidos en función de sostener el privilegio de unos pocos, vaciando, hacia atrás, todo sentido genuino, buscando inutilizar una tradición indispensable a la hora de reestablecer el vínculo entre las generaciones pasadas y los nuevos ideales emancipatorios.Es una operación a partir de la cual se definen las lógicas emergentes de esa nueva derecha que no duda en reclamar para sí lo mejor de la tradición republicana y democrática; es una nueva derecha que no se nombra a sí misma como tal, que elude con astucia las definiciones al mismo tiempo que ritualiza en un mea culpa de pacotilla sus responsabilidades pasadas y presentes con lo peor de la política nacional, bendecida por frases evangélicas que llaman oscuramente a la vindicta de los poderosos que aprendieron a hablar con préstamos del lenguaje de los perseguidos. Lo han hecho en otros momentos cruciales de la historia nacional. La nueva derecha inversionista ha comenzado por invertir el significado de las palabras. ¿Por qué no lo harían ahora?Ante eso, es necesario recuperar otra idea de política, otro vínculo entre la política y las clases populares, y otra hilación entre hechos y símbolos. Si la nueva derecha reina en una sociedad mediatizada, una política que la confronte debe surgir de la distancia crítica con los procedimientos mediáticos. Si la nueva derecha no temió enarbolar la amenaza del hambre (como consecuencia de su desabastecedor plan de lucha), otra política debe situar al hambre, realidad dramática en la Argentina, como problema de máxima envergadura y desafío a resolver. Es cierto que, visiblemente, hoy no son muchos los que aceptan enarbolar blasones de derecha. Hay que buscarla en todos los lenguajes disponibles, en todos los partidos existentes, en todas las conductas públicas que puedan imaginarse. Los pendones que la conmueven pueden ser frases como éstas: la “nueva nación agraria como reserva moral de la nación”. Es el viejo tema de las nuevas derechas y la identificación, también antigua, de patria y propiedad, de nación y posesión de la tierra. Es el concepto de reserva moral como liturgia última que sanciona tanto el “fin del conflicto”, como un tinglado modernizante que no vacila en expropiar los temas del progresismo, pero para desmantelar lugares y memorias. Es una gauchesca de bolsa de cereales como acorde poético junto al horizonte del nuevo empresariado político. Podrán leer a la ida el Martín Fierro y a la vuelta los consejos de Berlusconi.Los nuevos hombres “laboriosos”, persignados fisiócratas, se indignan porque hay Estado y hay vida colectiva que se resiste a vulnerar la vieja atadura entre las palabras y las cosas. Pero esto ocurre porque la materia ideológica, con sus venerables arabescos y citas célebres, ha quedado deshilvanada, reutilizada en rápidos collages de la nuevas estancias conservadoras del lenguaje. ¿Cómo descubrirlas? Su localización es la ausencia de nervadura social, pues se trata de desplegar para la Argentina futura una nueva cultura social con un único territorio, el de las rentas extraordinarias que desea percibir una nueva clase interpretando estrechamente las graves necesidades alimentarias del mundo. Parecen campesinos, parecen chacareros, parecen pequeños propietarios, parecen hombres de campo protagonizando una gesta. Pero no son ilusiones estas nuevas creaciones políticas de indesmentible base social nueva. Sin los tractores embanderados, brusca señalización del paisaje que atrae por la carencia de todo matiz, de todo signo mediador. La nueva clase teatraliza una rebelión campesina pero traza un nuevo destino conservador para la Argentina. Marcha con vocablos fuera de su eje, en una combinación entremezclada que pone en escena la fusión entre formas morales de revancha y captura jocosa de los símbolos del progresismo social.Asistimos a un remate general de conceptos. Nociones tan complejas como la de “patria agraria”, “Argentina profunda”, “nuevo federalismo”, han resurgido de un arcón honorable de vocablos, cuando significaron algo precioso para miles y miles de argentinos para salir hoy a luz como mendrugo de astucia y oportunismo. Como en los posmodernismos ya transcurridos, vivimos la sensación que en el reino de los discursos políticos e ideológicos, “todo es posible de darse”. Las palabras parecen las mismas, pero se han dislocado bajo una matriz teleteatral y un recetario de cruces de saltimbanqui, legalizados por la escena primordial de cámaras que infunden irrealidad y deserción de la historia en sus recolecciones vertiginosas. Un nuevo estado moral de derecha surge del neoconservadurismo que reordena los valores en juego, luego de que ha tramitado un liberalismo reaccionario y un modernismo que propone conceptos de la sociedad de la información para hacerlos marchar hacia un nuevo consenso disciplinador y desinformante.Un nuevo sentido común producido por los tejidos tecnoinformativos nutre así el círculo de captura de imágenes y discursos. Se habla como lo hace la llamada “sociedad del conocimiento” y esta habla como lo hacen previamente quienes ya fueron tocados por la conquistada neoparla que insiste en estar “fuera de la política” pero munidos de jergas sustitutivas de la experiencia pública. Hasta el modo de ir a los actos políticos es puesto bajo la grilla admonitoria de un juez del Olimpo que dictamina los momentos de supuesta “falsa conciencia” de miles de conciudadanos que no poseerían la legítima pasión espontánea de los refundadores del nuevo federalismo sin historia, sin estado, sin instituciones, sin sujeto. El descrédito de lo político comienza por destituir a las masas populares y sus imperfectas maneras, para hacer pasar por buenas sólo las supuestas movilizaciones pastoriles roussonianas, efectivamente multitudinarias, que mal se sostienen bajo las diversas modalidades del tractorazo, más amenazante que bucólico. Una república agroconservadora despliega entonces sus banderas de “nuevo movimiento social”. Tienen todo el derecho a expresarse pero el examen democrático del gigantesco operativo que han emprendido debe ser también interpretado. Se trata de sustituir un pueblo que consideran inadecuado con otro vestido con galas de revolución conservadora. Hay suficientes ejemplos en la historia del país y en las memorias constructoras de justicia para decir que no lo lograrán
¿Cómo se puede reclamar la nacionalización del petróleo cuando la lucha que se despliega es contra una medida progresiva de índole impositiva? ¿Cómo se puede llamar a la lucha contra la pobreza con aliados que expresan las capas más tradicionales de las clases dominantes? Algo ha sucedido en los vínculos entre las palabras y los hechos: un disloque. Los símbolos han quedado librados a nuevas capturas, a articulaciones contradictorias, a emergencias inadecuadas. Ningún actor político puede declararse eximido de haber contribuido a esa separación. Las situaciones críticas obligan a preguntarse qué palabras le corresponden a los nuevos hechos. Entre las batallas pendientes en la cultura y la política argentina, está la de nombrar lo que ocurre con actos fundados en una lengua crítica y sustentable. Sin embargo, hoy las palabras heredadas suelen pronunciarse como un acto de confiscación. Cualquier cosa que ahora se diga vacila en aportar pruebas de su enraizamiento en expectativas sociales reales. Parece haber triunfado la “operación” sobre la obra, el parloteo sobre el lenguaje.“Clima destituyente” hemos dicho para nombrar los embates generalizados contra formas legítimas de la política gubernamental y contra las investiduras de todo tipo. Una mezcla de irresponsabilidad y de milenarismo de ocasión sustituyó la confianza colectiva. “Nueva derecha” decimos ahora. Lo decimos para nombrar una serie de posiciones que se caracterizan por pensarse contra la política y contra sus derechos de ser otra cosa que gestión y administración de los poderes existentes. Una derecha que reclama eficiencia y no ideología, que alega más gestión que valores –y puede coquetear con todo valor-, que invoca la defensa de las jerarquías existentes aunque se inviste miméticamente de formas y procedimientos asamblearios y voces sacadas de las napas prestigiosas de las militancias de ciclos anteriores. Esa derecha impugna la política como gasto superfluo y como enmascaramiento, pero es cierto que la impugna con más dureza cuando la política pretende intervenir sobre la trama social. Tiene distintas inflexiones: desde la ilusoria eficiencia empresarial del macrismo hasta el intercambio directo de dones y rentas imaginado en Gualeguaychú, sin Estado ni partidos, sólo con golpes de transparencia contra lo que llaman obstáculos.Transparencia social imposible, como no sea bajo un régimen coercitivo, que expresa su desprecio hacia la política como capacidad transformadora, como intervención activa sobre la vida en común. De ese vaciamiento son responsables, también, los profesionales de la política que priorizaron sus propios intereses mientras sostenían un discurso de lo público. Demasiado tiempo vino degradándose el lenguaje político como para que no surgieran mesianismos vicarios y vaticinios salvadores que en vez de redimir el conocimiento político son el complemento milenarista del espontaneísmo soez. La nueva derecha viene a decir que eso no está mal y que se debe llevar a sus últimas consecuencias, disolviendo la instancia misma de la política. Es fundamentalmente destituyente: vacía a los acontecimientos de sentido, a los hechos de su historicidad, a la vida de sus memorias. Por eso, atraviesa fronteras para buscar terminologías en sus antípodas. Es una nueva derecha porque a diferencia de las antiguas derechas, no es literal con su propio legado, sino que puede recubrirse, mimética, con las consignas de la movilización social.La nueva derecha puede agitar florilegios de izquierdas recreadas a último momento como préstamo de urgencia o anunciar compromisos caros a las luchas sociales de la historia nacional, sea Grito de Alcorta, sea la gesta de Paso de los Libres en 1933, sean las asambleas del 2001. Es una nueva derecha veteada de retazos perdidos pero no olvidados de antiguas lenguas movilizadoras. Condena el vínculo vivo de las personas y las sociedades con el pasado, llamando a un ilusorio puro presente que podría desprenderse de esas capas anteriores. Lo hace, incluso, cuando trae símbolos de ese pasado sujetándolos a relaciones que los niegan o vacían. Cita al pasado como una efemérides al paso. Será jauretcheana si cuadra, aplaudirá a Madres de Plaza de Mayo si lo ve oportuno, dirá que adhiere a Evo Morales si se la apura, y no le faltará impulso para aludir a los mayos y los octubres de la historia. Mimetismo bendecido, tolerado: es la nueva derecha que ensaya el lenguaje total de la movilización con palabras prestadas. Procede por expurgación y despojo: restándole a la realidad algunas de las capas que la constituyen y presentando en una supuesta lisura la vida en común. En ella no hay espesor, diferencias, desigualdades, violencias ni explotación; ella habla del “campo” trazándonos un dibujo bucólico de pioneros esforzados de la misma manera que considera la pobreza y el hambre como desgracias naturales o como penurias redescubiertas para sostener una mala conciencia de escuderos novedosos de los poderes agrarios tradicionales.En la nueva derecha reina lo abstracto pero con la lengua presunta de lo concreto: precisamente la que hablan los medios de comunicación. A la trama moral de las acciones la tornan escándalo moral, denuncismo de sabuesos que dejan saber que las sospechas generalizadas sobre la vida política son instrumentos que pueden sustituir un pensar real. En ella se trata de reivindicar la honestidad de los ciudadanos-consumidores, su espontaneidad expresiva ante las manipulaciones de la vieja política; transparentar es su grito, mostrar un supuesto lenguaje sin espesura es su lema. Sin obstáculos, sin pliegues. Sus lenguajes apuntan a vaciar de contenido historias y memorias de la misma manera que buscan desmontar cualquier relación entre universo reflexivo-crítico y política transformadora. Devastación del mundo de la palabra en nombre de la brutalización massmediática; simplificación de la escena cultural de acuerdo a la continua mutilación de la densidad de los conflictos sociales y políticos.La nueva derecha es ahora un conjunto de procedimientos y de prácticas que se difunden peligrosamente en las más diversas alternativas políticas. La aceptación de que la escena la construyen los medios de comunicación lleva a un tipo de intervención pública tan respetuosa de ese poder como sumisa respecto de las palabras hegemónicas. Hace tiempo que los estilos comunicaciones habituales recurren al intercambio de denuncias como una cifra moral, que parece menos un proyecto compartible de refundar la política en la autoconciencia pública emancipada que en la circulación de un nuevo “dinero” basado en un control de la política por la vía de un moralismo del ciudadano atrincherado, temeroso, ausente de los grandes panoramas históricos. Moralismo de estrechez domiciliaria, pertrechada, víctima de miedos construidos y de oscuros deseos de resarcimiento. Es un viaje que parece no tener retorno hacia la espectacularización de una conciencia difusa de represalia. Es un recelo que va quedando despojado de contenidos, como no sean los parapetos medrosos de un pensamiento consignatario. Todo lo que implica la misma incapacidad para descubrir que lo que llaman “opinión pública”, que en ciertos momentos de la historia, es un acatamiento a lo que habla por ella más de lo que ella balbucea de sí misma.La nueva derecha se inviste con el ropaje de la racionalidad ciudadana, adopta los giros de lenguaje y los deseos más significativos de una opinión colectiva sin la libertad última para ver que encarna los miedos de una época despótica y violenta. Un intenso intercambio simbólico viene a sellar así la alianza entre la nueva derecha, los medios de comunicación hegemónicos y el “sentido común” más ramplón que atraviesa a vastos estratos de las capas medias urbanas y rurales del que tampoco es ajeno un mundo popular permanentemente hostigado por esas discursividades dominantes.Lo que sucede en Bolivia, quizás el escenario más complejo de la región, debe alertarnos. No porque sean equivalentes los fenómenos sociales y políticos, sino porque el tipo de confrontación que las derechas bolivianas despliegan advierten sobre cuánto se puede decidir no respetar la voluntad popular, aun apelando a frenesís plebiscitarios. En Argentina no estamos ante un escenario de esa índole pero sí asistiendo a la emergencia de nuevos fenómenos políticos reactivos y conservadores, que atraviesan partidos políticos populares y organizaciones sociales. Todo trastabilla ante la cuerda subterránea que tienden las nuevas derechas. La señora cansada del conflicto, el locutor de la noche harto de la refriega, el pequeño rentista fastidiado de las listas electorales que había votado. Las nuevas derechas ejercen su señorío como una forma de desencanto, llamando al desapego generalizado. El ser social por fin saturado de las dificultades de una época, llama bajo su forma reactiva, a no pensar la dificultad sino a refugiarse en la desafección política, en el módico mesianismo al borde de las rutas. Proclaman que actúan por dignidad cuando son economicistas y son economicistas cuando demuestran que esa es la nueva forma de la dignidad.Atraviesan así toda la materia sensible de este momento de la historia nacional. Su frase predilecta, “no me metan la mano en el bolsillo”, hace de los actos legítimos de regulación de las rentas extraordinarias de la tierra, una ignominiosa expropiación. Trata un bien nacional, como la productividad del suelo, como cosa meramente privada. Otras frases reiteran: “está loca”, e incluso se ha escuchado en la televisión de la noche de los domingos: “es satánico”. Se interpreta la intervención del Estado en el mercado en la clave de una psiquiatría obtusa de revista de peluquería, de chistoso de calesita o de pitonisa de boudoir. Menos se dice “hay que matarlos”, pero aparece en los añadidos que publican algunos periódicos cuando termina la redacción de sus propios artículos y comienza la carnicería opinativa en un anonimato electrónico sediento de desquite. ¿Ante quién? ¿para qué? No le importan las respuestas a una nueva derecha que recobra el linaje de las más impiadosas que tuvo el país. Ha soltado la lengua, pero aprendió a decir primero “armonía” y diálogo” mientras no ocultan la sonrisa sobradora cuando escuchan que se les dice “y pegue, y pegue!”.Se considera una redención el uso del lenguaje más incivil del que se tenga memoria en las luchas sociales argentinas. Con impunidad lo han tomado, con rápido gesto de arrebatadores, del desván de los recuerdos y de las historias de gestas desplegadas en nombre de un ideal más igualitario. En un sorprendente movimiento de apropiación para travestirla en su beneficio, han movilizado la memoria de los oprimidos en función de sostener el privilegio de unos pocos, vaciando, hacia atrás, todo sentido genuino, buscando inutilizar una tradición indispensable a la hora de reestablecer el vínculo entre las generaciones pasadas y los nuevos ideales emancipatorios.Es una operación a partir de la cual se definen las lógicas emergentes de esa nueva derecha que no duda en reclamar para sí lo mejor de la tradición republicana y democrática; es una nueva derecha que no se nombra a sí misma como tal, que elude con astucia las definiciones al mismo tiempo que ritualiza en un mea culpa de pacotilla sus responsabilidades pasadas y presentes con lo peor de la política nacional, bendecida por frases evangélicas que llaman oscuramente a la vindicta de los poderosos que aprendieron a hablar con préstamos del lenguaje de los perseguidos. Lo han hecho en otros momentos cruciales de la historia nacional. La nueva derecha inversionista ha comenzado por invertir el significado de las palabras. ¿Por qué no lo harían ahora?Ante eso, es necesario recuperar otra idea de política, otro vínculo entre la política y las clases populares, y otra hilación entre hechos y símbolos. Si la nueva derecha reina en una sociedad mediatizada, una política que la confronte debe surgir de la distancia crítica con los procedimientos mediáticos. Si la nueva derecha no temió enarbolar la amenaza del hambre (como consecuencia de su desabastecedor plan de lucha), otra política debe situar al hambre, realidad dramática en la Argentina, como problema de máxima envergadura y desafío a resolver. Es cierto que, visiblemente, hoy no son muchos los que aceptan enarbolar blasones de derecha. Hay que buscarla en todos los lenguajes disponibles, en todos los partidos existentes, en todas las conductas públicas que puedan imaginarse. Los pendones que la conmueven pueden ser frases como éstas: la “nueva nación agraria como reserva moral de la nación”. Es el viejo tema de las nuevas derechas y la identificación, también antigua, de patria y propiedad, de nación y posesión de la tierra. Es el concepto de reserva moral como liturgia última que sanciona tanto el “fin del conflicto”, como un tinglado modernizante que no vacila en expropiar los temas del progresismo, pero para desmantelar lugares y memorias. Es una gauchesca de bolsa de cereales como acorde poético junto al horizonte del nuevo empresariado político. Podrán leer a la ida el Martín Fierro y a la vuelta los consejos de Berlusconi.Los nuevos hombres “laboriosos”, persignados fisiócratas, se indignan porque hay Estado y hay vida colectiva que se resiste a vulnerar la vieja atadura entre las palabras y las cosas. Pero esto ocurre porque la materia ideológica, con sus venerables arabescos y citas célebres, ha quedado deshilvanada, reutilizada en rápidos collages de la nuevas estancias conservadoras del lenguaje. ¿Cómo descubrirlas? Su localización es la ausencia de nervadura social, pues se trata de desplegar para la Argentina futura una nueva cultura social con un único territorio, el de las rentas extraordinarias que desea percibir una nueva clase interpretando estrechamente las graves necesidades alimentarias del mundo. Parecen campesinos, parecen chacareros, parecen pequeños propietarios, parecen hombres de campo protagonizando una gesta. Pero no son ilusiones estas nuevas creaciones políticas de indesmentible base social nueva. Sin los tractores embanderados, brusca señalización del paisaje que atrae por la carencia de todo matiz, de todo signo mediador. La nueva clase teatraliza una rebelión campesina pero traza un nuevo destino conservador para la Argentina. Marcha con vocablos fuera de su eje, en una combinación entremezclada que pone en escena la fusión entre formas morales de revancha y captura jocosa de los símbolos del progresismo social.Asistimos a un remate general de conceptos. Nociones tan complejas como la de “patria agraria”, “Argentina profunda”, “nuevo federalismo”, han resurgido de un arcón honorable de vocablos, cuando significaron algo precioso para miles y miles de argentinos para salir hoy a luz como mendrugo de astucia y oportunismo. Como en los posmodernismos ya transcurridos, vivimos la sensación que en el reino de los discursos políticos e ideológicos, “todo es posible de darse”. Las palabras parecen las mismas, pero se han dislocado bajo una matriz teleteatral y un recetario de cruces de saltimbanqui, legalizados por la escena primordial de cámaras que infunden irrealidad y deserción de la historia en sus recolecciones vertiginosas. Un nuevo estado moral de derecha surge del neoconservadurismo que reordena los valores en juego, luego de que ha tramitado un liberalismo reaccionario y un modernismo que propone conceptos de la sociedad de la información para hacerlos marchar hacia un nuevo consenso disciplinador y desinformante.Un nuevo sentido común producido por los tejidos tecnoinformativos nutre así el círculo de captura de imágenes y discursos. Se habla como lo hace la llamada “sociedad del conocimiento” y esta habla como lo hacen previamente quienes ya fueron tocados por la conquistada neoparla que insiste en estar “fuera de la política” pero munidos de jergas sustitutivas de la experiencia pública. Hasta el modo de ir a los actos políticos es puesto bajo la grilla admonitoria de un juez del Olimpo que dictamina los momentos de supuesta “falsa conciencia” de miles de conciudadanos que no poseerían la legítima pasión espontánea de los refundadores del nuevo federalismo sin historia, sin estado, sin instituciones, sin sujeto. El descrédito de lo político comienza por destituir a las masas populares y sus imperfectas maneras, para hacer pasar por buenas sólo las supuestas movilizaciones pastoriles roussonianas, efectivamente multitudinarias, que mal se sostienen bajo las diversas modalidades del tractorazo, más amenazante que bucólico. Una república agroconservadora despliega entonces sus banderas de “nuevo movimiento social”. Tienen todo el derecho a expresarse pero el examen democrático del gigantesco operativo que han emprendido debe ser también interpretado. Se trata de sustituir un pueblo que consideran inadecuado con otro vestido con galas de revolución conservadora. Hay suficientes ejemplos en la historia del país y en las memorias constructoras de justicia para decir que no lo lograrán
Carta Abierta /2
Por una nueva redistribución del espacio de las comunicaciones.
La sustitución de la vigente Ley de Radiodifusión, anacrónica y reaccionaria, establecida por la dictadura militar en 1980, por un nuevo marco jurídico acorde con los tiempos y a la institucionalidad democrática, es hoy un horizonte tangible, más de lo que nunca fue desde diciembre de 1983. Pero la experiencia de los argentinos en estos veinticinco años que van de gobiernos constitucionalmente elegidos también indica que los proyectos de ley que hoy se están escribiendo pueden eventualmente ir a parar al mismo cajón al que fueron los treinta y siete proyectos que alcanzaron estado parlamentario en este lapso, incluidos dos propuestos por el Poder Ejecutivo, empantanados todos ellos entre las presiones corporativas y la triste ausencia de decisión política gubernamental.En la relación entre la eventual sanción de una nueva ley y el momento que vive el país puede advertirse una característica doble. Por una parte, la crítica coyuntura desatada a partir de la puja que inició el empresariado rural hace casi tres meses nos entrega ahora la visión del abismo, y toda cuestión que se interponga parece destinada a una consideración adecuada, en ese marco, sólo cuando se haya ya diluido este azoro en el que los argentinos nos encontramos sumidos. A la vez, ha sido precisamente este mismo conflicto, la textura de su día a día, el gran responsable de exponer en toda su crudeza la carnadura concreta del poder desplegado por el sistema mediático, el mismo que en tantas ocasiones supo recitarse sin mayor convicción.No hace falta referirse a los lugares ya comunes acerca del tratamiento marcadamente desigual para cada uno de los muchos actores de la escena, o a la permanente sobredramatización de acontecimientos conexos al conflicto, tales como el desabastecimiento, los intentos de corrida contra el peso, la crisis económica, etc. Tal vez quepa, en cambio, llamar la atención sobre cuestiones más elementales y más graves, tan instaladas que cuesta distanciarse de ellas para retomarlas en su justa dimensión, tales como el bautismo con una intención mítica bucólica de “el campo” para lo que es un sector de productores en busca de mayor rentabilidad, o la descripción permanente del conflicto como entre “dos sectores” equivalentes, o ¿más curioso aún? el borramiento radical de todos los reclamos por la calidad institucional que hasta días antes bañaban los medios cuando quienes deterioran de manera ostensible esa calidad institucional reclamada son otros que el mismo gobierno. Cada uno de estos casi imperceptibles dispositivos resulta mucho más distorsivo para la vida político-cultural del país que, incluso, los gestos de discriminación social, visibles y groseros.No se trata de imaginar conspiraciones ni tampoco de pensar de modo simplificador y añejo en el poder mecánico de los mensajes massmediáticos. Pero se trata, sí, de reconocer en los medios masivos a los operadores privilegiados del modo en el que se articulan y escanden discursos de amplia circulación social. Pero no discursos cualesquiera. Porque se trata de reconocer, en fin, su capacidad para recoger, organizar y devolver legitimadas, en especial, las formas más maniqueas, más silvestres y más ansiógenas del propio sentido común de las capas medias y sus elementales fantasmas. Esta es la lógica de los medios masivos y, en particular, de los audiovisuales. Ellos repiten el latiguillo de que entregan al público lo que el público quiere. Pero omiten que esa supuesta demanda es el resultado de una construcción que explota y abusa comercialmente, mediante el exhibicionismo, la banalización, la tragedia o el escándalo fáciles los peores resortes de cualquier audiencia. No hay conspiraciones, vale insistir. Simplemente se llama búsqueda del lucro en el capitalismo avanzado. O más sencillamente “marketing”.Este fenómeno no es una exclusividad argentina. Por el contrario. Pero lo que sí constituye parte de un casi privilegio nacional (hay otros países en América latina que comparten ese privilegio) es el triple dato de: (a) la extraordinaria concentración de las empresas que disputan el mercado de la comunicación, (b) la debilidad, por no decir casi inexistencia, de un sistema de medios estatal/cultural y de uno comunitario, y (c) el vacío normativo en el que se desenvuelven, vista la inoperancia y la caducidad de facto de la Ley de Radiodifusión de 1980.Para entender el grado paleolítico en el que nos movemos, baste observar las líneas aplicadas en la materia en el marco de la Unión Europea o en Canadá, entre muchos otros países “serios”, así como las directrices políticas para abordar el futuro tecnológico en cuestiones como protección a la diversidad, mandatos de desconcentración y fortalecimiento de medios públicos. El caso de la reformulación de Radio Televisión Española es otra muestra en este sentido.Estos ejemplos de regulación estatal no indican limitaciones a la sacrosanta “libertad de prensa”. Nadie, en esos países, lo asume de semejante modo, ni los propios grandes medios de comunicación. Y ello es un cuarto rasgo de la especificidad argentina: el más mínimo gesto de parte de cualquier institución de la sociedad que se vuelve sobre los medios alcanza para que su tarea sea veloz y cómoda y mezquinamente denunciada como una amenaza a la libertad de expresión. Incluso los poco conducentes ¿pero de moda? “observatorios” que desde hace algunos años pululan por doquier. Y hasta se dan el lujo de reclamarle a la universidad pública, en nombre del resguardo de esa mal entendida libertad de expresión, que no opine públicamente sobre la situación del periodismo.Es que las empresas mediáticas se han erigido en los auténticos representantes del pueblo, bajo la excusa de la evidente crisis de fondo que padecen los partidos políticos en Argentina (como en buena parte de Occidente). Es un pretexto engañoso: en su ejercicio, los grandes medios coadyuvan a la agonía de las organizaciones partidarias a cuya suplencia, supuestamente, concurren solidarios. El mecanismo es simple: los grandes medios dicen darles espacio a todas las voces (a todas las voces que invitan, claro), y por carácter transitivo aparecen como depositarios de la soberanía. Desde tan inmaculado lugar, juzgan a gobiernos, a parlamentos, a jueces, absorben la sabiduría de los expertos y las emociones de los sufrientes, diseñan los sueños de la audiencia sin pretensiones para luego acompañarla y premiarla, denuncian delitos, testimonian crímenes, editorializan sobre cualquier sector, compran o fabrican prestigios para más tarde re-venderlos, mientras recurren a los golpes fáciles y a la repetición infinita de sí mismos para lidiar en el mercado del rating y concluir presumiendo que, a ellos, “la gente los elige todos los días” en una suerte de comicios “más directos” que aquellos donde concurren cada dos años las fuerzas partidarias y la ciudadanía. Pero guay que a alguien se le ocurra señalar que también entre ellos, los grandes medios erigidos en jueces supremos, hay, por ejemplo, corrupción, venta de servicios informativos y simbólicos al mejor postor o intereses espurios. En ese instante las pugnas por el rating se suspenden, la corporación cierra sus filas y hasta las voces de los grandes medios europeos o norteamericanos acuden en su ayuda. Es que ¿cómo habrían de ser falibles si apenas se dedican a testimoniar “objetivamente” lo que ocurre? Y la falacia se cierra sobre sí misma.Todos los gobiernos de las últimas décadas han optado por negociar el apoyo de esta corporación antes que meterse en el sin embargo impostergable desafío de plantear reglas que deberían ser casi obvias, referidas a la actividad de estas instituciones, tan pasibles del sometimiento a normas elementales como cualquier hijo de vecino. Por ello es que el propósito expreso del gobierno de Cristina Fernández de sancionar un nuevo marco jurídico constituye una circunstancia de excepcional importancia y de un alcance político-cultural mucho mayor que las alícuotas de las retenciones sobre la exportación agropecuaria.Porque el espacio que instituyen los medios masivos, a través de sus pantallas y de sus sintonías, de sus páginas impresas o de sus sitios web, es un espacio social, y más aún, un espacio público que, por ende, pertenece a todos y al que todos, o al menos muchos más que ahora, deberían poder acceder para transitar por él con relativa libertad. Un espacio público que, salvadas todas las obvias distancias, no debería merecer un trato sustancialmente distinto al que merecen otros espacios públicos, donde sería inadmisible que una corporación privada, con reglas establecidas por un complejo armado de contratos poco o nada transparentes entre particulares, terminara definiendo quién pasa y quién no, qué palabra vale y cuál no, qué representación de los problemas sociales resulta válida para ser puesta en circulación y cuál no.Por esto entendemos imprescindible:- Garantizar el pluralismo, la diversidad y el derecho a la información y la comunicación como derecho humano.- Poner límites a la concentración, los oligopolios y los monopolios porque afectan a la democracia y restringen la libertad de expresión.- Establecer claramente el rol del Estado como regulador, árbitro y emisor de características públicas y no gubernamentales.- Proteger las producciones locales y nacionales como única vía de garantizar la multiplicidad de voces.- Garantizar la existencia de tres franjas de radiodifusores: privados con y sin fines de lucro (entre estos últimos incluidos los comunitarios) y estatales.- Adoptar los mecanismos para que el acceso a las señales de radiodifusión no sea un derecho meramente declamativo, no sólo por la cantidad de medios que cubran el territorio nacional, sino también por el manejo de exclusividades en derechos de exhibición de contenidos de evidente interés público y repercusión social.- Prever que las organizaciones sociales así como las provincias y las universidades tengan participación en las instancias de decisión de las autoridades en la materia, así como que los mecanismos de asignación sean transparentes y sujetos al escrutinio público.Los puntos que se proponen están destinados a que la actividad de los medios electrónicos en la Argentina responda a parámetros de normalidad en el mundo que nos toca y que se compadezca con estándares de libertad de expresión reconocidos en los ámbitos de las organizaciones supranacionales de derechos humanos. No son para nada circunstancias que se puedan entender como limitativas de la libertad de nadie, en tanto nadie suponga que en nombre de su propia libertad tenga posibilidad de impedir que otros se integren al ejercicio de la que disfruta.De lo que se trata, en palabras cortas, es de hacer llegar la democracia hasta el territorio de la comunicación y redistribuir el derecho a la palabra comunitaria (capital tan importante como cualquier otro), asignaturas ambas pendientes cuando menos desde 1983.Restituir el espacio mediático a su auténtica condición de espacio público supone un acto del más estricto credo liberal, comparable al establecimiento de la libertad de cultos religiosos, radicalmente acorde a la defensa básica de la libertad de expresión y de la expansión de los derechos humanos de nuestro tiempo. Es tanta la fuerza inercial del actual modelo corporativo (que, dicho con rigor y pese a sus declamaciones, es profundamente antiliberal) que intentar esta restitución promete convertirse en una auténtica gesta emancipatoria que requerirá de todos los apoyos que puedan ofrecerse. La verdadera libertad de prensa es el progresivo objetivo a lograr con una nueva legislación sobre comunicación social y sobre participación y derechos ciudadanos, frente a la falacia de la “libertad de prensa” reducida al juego de los grandes capitales e intereses políticos mediáticos.Dirán algunos, y con razón, que este mismo gobierno (o su predecesor inmediato) es el mismo que durante cinco años ha autorizado y favorecido el aumento de la concentración (por ejemplo, la autorización de la operación conjunta de Cablevisión y Multicanal y su posterior solicitud de fusión) o ha concedido inconcebibles y graciosas suspensiones de cómputo de diez años en los plazos de licencias a los titulares de concesiones televisivas, radiales y de cable, violentando la ley, la sensatez, la lógica del calendario y el criterio democrático; ha ignorado la justa petición de cumplimiento de 21 puntos a favor de la democracia comunicacional, suscripta por un centenar de organizaciones profesionales y de derechos humanos, y ha ofrecido una y otra vez la vista gorda a cambio de apoyos tácticos. Todo ello es cierto. Pero cabe ahora abrir un cuidadoso crédito a la esperanza, y de pleno apoyo. El gobierno nacional se ha comprometido públicamente a dar un decisivo paso adelante en esta materia. Nada garantiza que cinco minutos antes de la hora no opte por una legislación lavada, que deje sustancialmente las cosas como están, con algunos retoques técnicos. Pero lo cierto es que nunca como en la actual coyuntura el problema comunicacional se ha debatido tanto, y tan coincidentemente en apoyo de una nueva legislación democratizadora: en el propio gobierno, en poderes provinciales y municipales, en foros, universidades, sindicatos, movimientos sociales, agrupaciones políticas, mundos académicos, espacios artísticos y literarios, organizaciones no gubernamentales, grupos feministas, experiencias comunitarias y en el propio sector de los periodistas y trabajadores de la información. Con ese respaldo de conciencia política se cuenta. Existen circunstancias en la vida de una nación en que los dirigentes comprenden la pequeñez del puro cortoplacismo. Ojalá ésta sea una de ellas. Cultural y políticamente la sociedad se merece otra lógica, otra libertad y otras voces que se sumen al diálogo cotidiano sobre qué país se quiere y se enuncia. Es una época la que está a la espera de los actores que la merezcan.
La sustitución de la vigente Ley de Radiodifusión, anacrónica y reaccionaria, establecida por la dictadura militar en 1980, por un nuevo marco jurídico acorde con los tiempos y a la institucionalidad democrática, es hoy un horizonte tangible, más de lo que nunca fue desde diciembre de 1983. Pero la experiencia de los argentinos en estos veinticinco años que van de gobiernos constitucionalmente elegidos también indica que los proyectos de ley que hoy se están escribiendo pueden eventualmente ir a parar al mismo cajón al que fueron los treinta y siete proyectos que alcanzaron estado parlamentario en este lapso, incluidos dos propuestos por el Poder Ejecutivo, empantanados todos ellos entre las presiones corporativas y la triste ausencia de decisión política gubernamental.En la relación entre la eventual sanción de una nueva ley y el momento que vive el país puede advertirse una característica doble. Por una parte, la crítica coyuntura desatada a partir de la puja que inició el empresariado rural hace casi tres meses nos entrega ahora la visión del abismo, y toda cuestión que se interponga parece destinada a una consideración adecuada, en ese marco, sólo cuando se haya ya diluido este azoro en el que los argentinos nos encontramos sumidos. A la vez, ha sido precisamente este mismo conflicto, la textura de su día a día, el gran responsable de exponer en toda su crudeza la carnadura concreta del poder desplegado por el sistema mediático, el mismo que en tantas ocasiones supo recitarse sin mayor convicción.No hace falta referirse a los lugares ya comunes acerca del tratamiento marcadamente desigual para cada uno de los muchos actores de la escena, o a la permanente sobredramatización de acontecimientos conexos al conflicto, tales como el desabastecimiento, los intentos de corrida contra el peso, la crisis económica, etc. Tal vez quepa, en cambio, llamar la atención sobre cuestiones más elementales y más graves, tan instaladas que cuesta distanciarse de ellas para retomarlas en su justa dimensión, tales como el bautismo con una intención mítica bucólica de “el campo” para lo que es un sector de productores en busca de mayor rentabilidad, o la descripción permanente del conflicto como entre “dos sectores” equivalentes, o ¿más curioso aún? el borramiento radical de todos los reclamos por la calidad institucional que hasta días antes bañaban los medios cuando quienes deterioran de manera ostensible esa calidad institucional reclamada son otros que el mismo gobierno. Cada uno de estos casi imperceptibles dispositivos resulta mucho más distorsivo para la vida político-cultural del país que, incluso, los gestos de discriminación social, visibles y groseros.No se trata de imaginar conspiraciones ni tampoco de pensar de modo simplificador y añejo en el poder mecánico de los mensajes massmediáticos. Pero se trata, sí, de reconocer en los medios masivos a los operadores privilegiados del modo en el que se articulan y escanden discursos de amplia circulación social. Pero no discursos cualesquiera. Porque se trata de reconocer, en fin, su capacidad para recoger, organizar y devolver legitimadas, en especial, las formas más maniqueas, más silvestres y más ansiógenas del propio sentido común de las capas medias y sus elementales fantasmas. Esta es la lógica de los medios masivos y, en particular, de los audiovisuales. Ellos repiten el latiguillo de que entregan al público lo que el público quiere. Pero omiten que esa supuesta demanda es el resultado de una construcción que explota y abusa comercialmente, mediante el exhibicionismo, la banalización, la tragedia o el escándalo fáciles los peores resortes de cualquier audiencia. No hay conspiraciones, vale insistir. Simplemente se llama búsqueda del lucro en el capitalismo avanzado. O más sencillamente “marketing”.Este fenómeno no es una exclusividad argentina. Por el contrario. Pero lo que sí constituye parte de un casi privilegio nacional (hay otros países en América latina que comparten ese privilegio) es el triple dato de: (a) la extraordinaria concentración de las empresas que disputan el mercado de la comunicación, (b) la debilidad, por no decir casi inexistencia, de un sistema de medios estatal/cultural y de uno comunitario, y (c) el vacío normativo en el que se desenvuelven, vista la inoperancia y la caducidad de facto de la Ley de Radiodifusión de 1980.Para entender el grado paleolítico en el que nos movemos, baste observar las líneas aplicadas en la materia en el marco de la Unión Europea o en Canadá, entre muchos otros países “serios”, así como las directrices políticas para abordar el futuro tecnológico en cuestiones como protección a la diversidad, mandatos de desconcentración y fortalecimiento de medios públicos. El caso de la reformulación de Radio Televisión Española es otra muestra en este sentido.Estos ejemplos de regulación estatal no indican limitaciones a la sacrosanta “libertad de prensa”. Nadie, en esos países, lo asume de semejante modo, ni los propios grandes medios de comunicación. Y ello es un cuarto rasgo de la especificidad argentina: el más mínimo gesto de parte de cualquier institución de la sociedad que se vuelve sobre los medios alcanza para que su tarea sea veloz y cómoda y mezquinamente denunciada como una amenaza a la libertad de expresión. Incluso los poco conducentes ¿pero de moda? “observatorios” que desde hace algunos años pululan por doquier. Y hasta se dan el lujo de reclamarle a la universidad pública, en nombre del resguardo de esa mal entendida libertad de expresión, que no opine públicamente sobre la situación del periodismo.Es que las empresas mediáticas se han erigido en los auténticos representantes del pueblo, bajo la excusa de la evidente crisis de fondo que padecen los partidos políticos en Argentina (como en buena parte de Occidente). Es un pretexto engañoso: en su ejercicio, los grandes medios coadyuvan a la agonía de las organizaciones partidarias a cuya suplencia, supuestamente, concurren solidarios. El mecanismo es simple: los grandes medios dicen darles espacio a todas las voces (a todas las voces que invitan, claro), y por carácter transitivo aparecen como depositarios de la soberanía. Desde tan inmaculado lugar, juzgan a gobiernos, a parlamentos, a jueces, absorben la sabiduría de los expertos y las emociones de los sufrientes, diseñan los sueños de la audiencia sin pretensiones para luego acompañarla y premiarla, denuncian delitos, testimonian crímenes, editorializan sobre cualquier sector, compran o fabrican prestigios para más tarde re-venderlos, mientras recurren a los golpes fáciles y a la repetición infinita de sí mismos para lidiar en el mercado del rating y concluir presumiendo que, a ellos, “la gente los elige todos los días” en una suerte de comicios “más directos” que aquellos donde concurren cada dos años las fuerzas partidarias y la ciudadanía. Pero guay que a alguien se le ocurra señalar que también entre ellos, los grandes medios erigidos en jueces supremos, hay, por ejemplo, corrupción, venta de servicios informativos y simbólicos al mejor postor o intereses espurios. En ese instante las pugnas por el rating se suspenden, la corporación cierra sus filas y hasta las voces de los grandes medios europeos o norteamericanos acuden en su ayuda. Es que ¿cómo habrían de ser falibles si apenas se dedican a testimoniar “objetivamente” lo que ocurre? Y la falacia se cierra sobre sí misma.Todos los gobiernos de las últimas décadas han optado por negociar el apoyo de esta corporación antes que meterse en el sin embargo impostergable desafío de plantear reglas que deberían ser casi obvias, referidas a la actividad de estas instituciones, tan pasibles del sometimiento a normas elementales como cualquier hijo de vecino. Por ello es que el propósito expreso del gobierno de Cristina Fernández de sancionar un nuevo marco jurídico constituye una circunstancia de excepcional importancia y de un alcance político-cultural mucho mayor que las alícuotas de las retenciones sobre la exportación agropecuaria.Porque el espacio que instituyen los medios masivos, a través de sus pantallas y de sus sintonías, de sus páginas impresas o de sus sitios web, es un espacio social, y más aún, un espacio público que, por ende, pertenece a todos y al que todos, o al menos muchos más que ahora, deberían poder acceder para transitar por él con relativa libertad. Un espacio público que, salvadas todas las obvias distancias, no debería merecer un trato sustancialmente distinto al que merecen otros espacios públicos, donde sería inadmisible que una corporación privada, con reglas establecidas por un complejo armado de contratos poco o nada transparentes entre particulares, terminara definiendo quién pasa y quién no, qué palabra vale y cuál no, qué representación de los problemas sociales resulta válida para ser puesta en circulación y cuál no.Por esto entendemos imprescindible:- Garantizar el pluralismo, la diversidad y el derecho a la información y la comunicación como derecho humano.- Poner límites a la concentración, los oligopolios y los monopolios porque afectan a la democracia y restringen la libertad de expresión.- Establecer claramente el rol del Estado como regulador, árbitro y emisor de características públicas y no gubernamentales.- Proteger las producciones locales y nacionales como única vía de garantizar la multiplicidad de voces.- Garantizar la existencia de tres franjas de radiodifusores: privados con y sin fines de lucro (entre estos últimos incluidos los comunitarios) y estatales.- Adoptar los mecanismos para que el acceso a las señales de radiodifusión no sea un derecho meramente declamativo, no sólo por la cantidad de medios que cubran el territorio nacional, sino también por el manejo de exclusividades en derechos de exhibición de contenidos de evidente interés público y repercusión social.- Prever que las organizaciones sociales así como las provincias y las universidades tengan participación en las instancias de decisión de las autoridades en la materia, así como que los mecanismos de asignación sean transparentes y sujetos al escrutinio público.Los puntos que se proponen están destinados a que la actividad de los medios electrónicos en la Argentina responda a parámetros de normalidad en el mundo que nos toca y que se compadezca con estándares de libertad de expresión reconocidos en los ámbitos de las organizaciones supranacionales de derechos humanos. No son para nada circunstancias que se puedan entender como limitativas de la libertad de nadie, en tanto nadie suponga que en nombre de su propia libertad tenga posibilidad de impedir que otros se integren al ejercicio de la que disfruta.De lo que se trata, en palabras cortas, es de hacer llegar la democracia hasta el territorio de la comunicación y redistribuir el derecho a la palabra comunitaria (capital tan importante como cualquier otro), asignaturas ambas pendientes cuando menos desde 1983.Restituir el espacio mediático a su auténtica condición de espacio público supone un acto del más estricto credo liberal, comparable al establecimiento de la libertad de cultos religiosos, radicalmente acorde a la defensa básica de la libertad de expresión y de la expansión de los derechos humanos de nuestro tiempo. Es tanta la fuerza inercial del actual modelo corporativo (que, dicho con rigor y pese a sus declamaciones, es profundamente antiliberal) que intentar esta restitución promete convertirse en una auténtica gesta emancipatoria que requerirá de todos los apoyos que puedan ofrecerse. La verdadera libertad de prensa es el progresivo objetivo a lograr con una nueva legislación sobre comunicación social y sobre participación y derechos ciudadanos, frente a la falacia de la “libertad de prensa” reducida al juego de los grandes capitales e intereses políticos mediáticos.Dirán algunos, y con razón, que este mismo gobierno (o su predecesor inmediato) es el mismo que durante cinco años ha autorizado y favorecido el aumento de la concentración (por ejemplo, la autorización de la operación conjunta de Cablevisión y Multicanal y su posterior solicitud de fusión) o ha concedido inconcebibles y graciosas suspensiones de cómputo de diez años en los plazos de licencias a los titulares de concesiones televisivas, radiales y de cable, violentando la ley, la sensatez, la lógica del calendario y el criterio democrático; ha ignorado la justa petición de cumplimiento de 21 puntos a favor de la democracia comunicacional, suscripta por un centenar de organizaciones profesionales y de derechos humanos, y ha ofrecido una y otra vez la vista gorda a cambio de apoyos tácticos. Todo ello es cierto. Pero cabe ahora abrir un cuidadoso crédito a la esperanza, y de pleno apoyo. El gobierno nacional se ha comprometido públicamente a dar un decisivo paso adelante en esta materia. Nada garantiza que cinco minutos antes de la hora no opte por una legislación lavada, que deje sustancialmente las cosas como están, con algunos retoques técnicos. Pero lo cierto es que nunca como en la actual coyuntura el problema comunicacional se ha debatido tanto, y tan coincidentemente en apoyo de una nueva legislación democratizadora: en el propio gobierno, en poderes provinciales y municipales, en foros, universidades, sindicatos, movimientos sociales, agrupaciones políticas, mundos académicos, espacios artísticos y literarios, organizaciones no gubernamentales, grupos feministas, experiencias comunitarias y en el propio sector de los periodistas y trabajadores de la información. Con ese respaldo de conciencia política se cuenta. Existen circunstancias en la vida de una nación en que los dirigentes comprenden la pequeñez del puro cortoplacismo. Ojalá ésta sea una de ellas. Cultural y políticamente la sociedad se merece otra lógica, otra libertad y otras voces que se sumen al diálogo cotidiano sobre qué país se quiere y se enuncia. Es una época la que está a la espera de los actores que la merezcan.
Carta Abierta /2
Por una nueva redistribución del espacio de las comunicaciones.
La sustitución de la vigente Ley de Radiodifusión, anacrónica y reaccionaria, establecida por la dictadura militar en 1980, por un nuevo marco jurídico acorde con los tiempos y a la institucionalidad democrática, es hoy un horizonte tangible, más de lo que nunca fue desde diciembre de 1983. Pero la experiencia de los argentinos en estos veinticinco años que van de gobiernos constitucionalmente elegidos también indica que los proyectos de ley que hoy se están escribiendo pueden eventualmente ir a parar al mismo cajón al que fueron los treinta y siete proyectos que alcanzaron estado parlamentario en este lapso, incluidos dos propuestos por el Poder Ejecutivo, empantanados todos ellos entre las presiones corporativas y la triste ausencia de decisión política gubernamental.En la relación entre la eventual sanción de una nueva ley y el momento que vive el país puede advertirse una característica doble. Por una parte, la crítica coyuntura desatada a partir de la puja que inició el empresariado rural hace casi tres meses nos entrega ahora la visión del abismo, y toda cuestión que se interponga parece destinada a una consideración adecuada, en ese marco, sólo cuando se haya ya diluido este azoro en el que los argentinos nos encontramos sumidos. A la vez, ha sido precisamente este mismo conflicto, la textura de su día a día, el gran responsable de exponer en toda su crudeza la carnadura concreta del poder desplegado por el sistema mediático, el mismo que en tantas ocasiones supo recitarse sin mayor convicción.No hace falta referirse a los lugares ya comunes acerca del tratamiento marcadamente desigual para cada uno de los muchos actores de la escena, o a la permanente sobredramatización de acontecimientos conexos al conflicto, tales como el desabastecimiento, los intentos de corrida contra el peso, la crisis económica, etc. Tal vez quepa, en cambio, llamar la atención sobre cuestiones más elementales y más graves, tan instaladas que cuesta distanciarse de ellas para retomarlas en su justa dimensión, tales como el bautismo con una intención mítica bucólica de “el campo” para lo que es un sector de productores en busca de mayor rentabilidad, o la descripción permanente del conflicto como entre “dos sectores” equivalentes, o ¿más curioso aún? el borramiento radical de todos los reclamos por la calidad institucional que hasta días antes bañaban los medios cuando quienes deterioran de manera ostensible esa calidad institucional reclamada son otros que el mismo gobierno. Cada uno de estos casi imperceptibles dispositivos resulta mucho más distorsivo para la vida político-cultural del país que, incluso, los gestos de discriminación social, visibles y groseros.No se trata de imaginar conspiraciones ni tampoco de pensar de modo simplificador y añejo en el poder mecánico de los mensajes massmediáticos. Pero se trata, sí, de reconocer en los medios masivos a los operadores privilegiados del modo en el que se articulan y escanden discursos de amplia circulación social. Pero no discursos cualesquiera. Porque se trata de reconocer, en fin, su capacidad para recoger, organizar y devolver legitimadas, en especial, las formas más maniqueas, más silvestres y más ansiógenas del propio sentido común de las capas medias y sus elementales fantasmas. Esta es la lógica de los medios masivos y, en particular, de los audiovisuales. Ellos repiten el latiguillo de que entregan al público lo que el público quiere. Pero omiten que esa supuesta demanda es el resultado de una construcción que explota y abusa comercialmente, mediante el exhibicionismo, la banalización, la tragedia o el escándalo fáciles los peores resortes de cualquier audiencia. No hay conspiraciones, vale insistir. Simplemente se llama búsqueda del lucro en el capitalismo avanzado. O más sencillamente “marketing”.Este fenómeno no es una exclusividad argentina. Por el contrario. Pero lo que sí constituye parte de un casi privilegio nacional (hay otros países en América latina que comparten ese privilegio) es el triple dato de: (a) la extraordinaria concentración de las empresas que disputan el mercado de la comunicación, (b) la debilidad, por no decir casi inexistencia, de un sistema de medios estatal/cultural y de uno comunitario, y (c) el vacío normativo en el que se desenvuelven, vista la inoperancia y la caducidad de facto de la Ley de Radiodifusión de 1980.Para entender el grado paleolítico en el que nos movemos, baste observar las líneas aplicadas en la materia en el marco de la Unión Europea o en Canadá, entre muchos otros países “serios”, así como las directrices políticas para abordar el futuro tecnológico en cuestiones como protección a la diversidad, mandatos de desconcentración y fortalecimiento de medios públicos. El caso de la reformulación de Radio Televisión Española es otra muestra en este sentido.Estos ejemplos de regulación estatal no indican limitaciones a la sacrosanta “libertad de prensa”. Nadie, en esos países, lo asume de semejante modo, ni los propios grandes medios de comunicación. Y ello es un cuarto rasgo de la especificidad argentina: el más mínimo gesto de parte de cualquier institución de la sociedad que se vuelve sobre los medios alcanza para que su tarea sea veloz y cómoda y mezquinamente denunciada como una amenaza a la libertad de expresión. Incluso los poco conducentes ¿pero de moda? “observatorios” que desde hace algunos años pululan por doquier. Y hasta se dan el lujo de reclamarle a la universidad pública, en nombre del resguardo de esa mal entendida libertad de expresión, que no opine públicamente sobre la situación del periodismo.Es que las empresas mediáticas se han erigido en los auténticos representantes del pueblo, bajo la excusa de la evidente crisis de fondo que padecen los partidos políticos en Argentina (como en buena parte de Occidente). Es un pretexto engañoso: en su ejercicio, los grandes medios coadyuvan a la agonía de las organizaciones partidarias a cuya suplencia, supuestamente, concurren solidarios. El mecanismo es simple: los grandes medios dicen darles espacio a todas las voces (a todas las voces que invitan, claro), y por carácter transitivo aparecen como depositarios de la soberanía. Desde tan inmaculado lugar, juzgan a gobiernos, a parlamentos, a jueces, absorben la sabiduría de los expertos y las emociones de los sufrientes, diseñan los sueños de la audiencia sin pretensiones para luego acompañarla y premiarla, denuncian delitos, testimonian crímenes, editorializan sobre cualquier sector, compran o fabrican prestigios para más tarde re-venderlos, mientras recurren a los golpes fáciles y a la repetición infinita de sí mismos para lidiar en el mercado del rating y concluir presumiendo que, a ellos, “la gente los elige todos los días” en una suerte de comicios “más directos” que aquellos donde concurren cada dos años las fuerzas partidarias y la ciudadanía. Pero guay que a alguien se le ocurra señalar que también entre ellos, los grandes medios erigidos en jueces supremos, hay, por ejemplo, corrupción, venta de servicios informativos y simbólicos al mejor postor o intereses espurios. En ese instante las pugnas por el rating se suspenden, la corporación cierra sus filas y hasta las voces de los grandes medios europeos o norteamericanos acuden en su ayuda. Es que ¿cómo habrían de ser falibles si apenas se dedican a testimoniar “objetivamente” lo que ocurre? Y la falacia se cierra sobre sí misma.Todos los gobiernos de las últimas décadas han optado por negociar el apoyo de esta corporación antes que meterse en el sin embargo impostergable desafío de plantear reglas que deberían ser casi obvias, referidas a la actividad de estas instituciones, tan pasibles del sometimiento a normas elementales como cualquier hijo de vecino. Por ello es que el propósito expreso del gobierno de Cristina Fernández de sancionar un nuevo marco jurídico constituye una circunstancia de excepcional importancia y de un alcance político-cultural mucho mayor que las alícuotas de las retenciones sobre la exportación agropecuaria.Porque el espacio que instituyen los medios masivos, a través de sus pantallas y de sus sintonías, de sus páginas impresas o de sus sitios web, es un espacio social, y más aún, un espacio público que, por ende, pertenece a todos y al que todos, o al menos muchos más que ahora, deberían poder acceder para transitar por él con relativa libertad. Un espacio público que, salvadas todas las obvias distancias, no debería merecer un trato sustancialmente distinto al que merecen otros espacios públicos, donde sería inadmisible que una corporación privada, con reglas establecidas por un complejo armado de contratos poco o nada transparentes entre particulares, terminara definiendo quién pasa y quién no, qué palabra vale y cuál no, qué representación de los problemas sociales resulta válida para ser puesta en circulación y cuál no.Por esto entendemos imprescindible:- Garantizar el pluralismo, la diversidad y el derecho a la información y la comunicación como derecho humano.- Poner límites a la concentración, los oligopolios y los monopolios porque afectan a la democracia y restringen la libertad de expresión.- Establecer claramente el rol del Estado como regulador, árbitro y emisor de características públicas y no gubernamentales.- Proteger las producciones locales y nacionales como única vía de garantizar la multiplicidad de voces.- Garantizar la existencia de tres franjas de radiodifusores: privados con y sin fines de lucro (entre estos últimos incluidos los comunitarios) y estatales.- Adoptar los mecanismos para que el acceso a las señales de radiodifusión no sea un derecho meramente declamativo, no sólo por la cantidad de medios que cubran el territorio nacional, sino también por el manejo de exclusividades en derechos de exhibición de contenidos de evidente interés público y repercusión social.- Prever que las organizaciones sociales así como las provincias y las universidades tengan participación en las instancias de decisión de las autoridades en la materia, así como que los mecanismos de asignación sean transparentes y sujetos al escrutinio público.Los puntos que se proponen están destinados a que la actividad de los medios electrónicos en la Argentina responda a parámetros de normalidad en el mundo que nos toca y que se compadezca con estándares de libertad de expresión reconocidos en los ámbitos de las organizaciones supranacionales de derechos humanos. No son para nada circunstancias que se puedan entender como limitativas de la libertad de nadie, en tanto nadie suponga que en nombre de su propia libertad tenga posibilidad de impedir que otros se integren al ejercicio de la que disfruta.De lo que se trata, en palabras cortas, es de hacer llegar la democracia hasta el territorio de la comunicación y redistribuir el derecho a la palabra comunitaria (capital tan importante como cualquier otro), asignaturas ambas pendientes cuando menos desde 1983.Restituir el espacio mediático a su auténtica condición de espacio público supone un acto del más estricto credo liberal, comparable al establecimiento de la libertad de cultos religiosos, radicalmente acorde a la defensa básica de la libertad de expresión y de la expansión de los derechos humanos de nuestro tiempo. Es tanta la fuerza inercial del actual modelo corporativo (que, dicho con rigor y pese a sus declamaciones, es profundamente antiliberal) que intentar esta restitución promete convertirse en una auténtica gesta emancipatoria que requerirá de todos los apoyos que puedan ofrecerse. La verdadera libertad de prensa es el progresivo objetivo a lograr con una nueva legislación sobre comunicación social y sobre participación y derechos ciudadanos, frente a la falacia de la “libertad de prensa” reducida al juego de los grandes capitales e intereses políticos mediáticos.Dirán algunos, y con razón, que este mismo gobierno (o su predecesor inmediato) es el mismo que durante cinco años ha autorizado y favorecido el aumento de la concentración (por ejemplo, la autorización de la operación conjunta de Cablevisión y Multicanal y su posterior solicitud de fusión) o ha concedido inconcebibles y graciosas suspensiones de cómputo de diez años en los plazos de licencias a los titulares de concesiones televisivas, radiales y de cable, violentando la ley, la sensatez, la lógica del calendario y el criterio democrático; ha ignorado la justa petición de cumplimiento de 21 puntos a favor de la democracia comunicacional, suscripta por un centenar de organizaciones profesionales y de derechos humanos, y ha ofrecido una y otra vez la vista gorda a cambio de apoyos tácticos. Todo ello es cierto. Pero cabe ahora abrir un cuidadoso crédito a la esperanza, y de pleno apoyo. El gobierno nacional se ha comprometido públicamente a dar un decisivo paso adelante en esta materia. Nada garantiza que cinco minutos antes de la hora no opte por una legislación lavada, que deje sustancialmente las cosas como están, con algunos retoques técnicos. Pero lo cierto es que nunca como en la actual coyuntura el problema comunicacional se ha debatido tanto, y tan coincidentemente en apoyo de una nueva legislación democratizadora: en el propio gobierno, en poderes provinciales y municipales, en foros, universidades, sindicatos, movimientos sociales, agrupaciones políticas, mundos académicos, espacios artísticos y literarios, organizaciones no gubernamentales, grupos feministas, experiencias comunitarias y en el propio sector de los periodistas y trabajadores de la información. Con ese respaldo de conciencia política se cuenta. Existen circunstancias en la vida de una nación en que los dirigentes comprenden la pequeñez del puro cortoplacismo. Ojalá ésta sea una de ellas. Cultural y políticamente la sociedad se merece otra lógica, otra libertad y otras voces que se sumen al diálogo cotidiano sobre qué país se quiere y se enuncia. Es una época la que está a la espera de los actores que la merezcan.
La sustitución de la vigente Ley de Radiodifusión, anacrónica y reaccionaria, establecida por la dictadura militar en 1980, por un nuevo marco jurídico acorde con los tiempos y a la institucionalidad democrática, es hoy un horizonte tangible, más de lo que nunca fue desde diciembre de 1983. Pero la experiencia de los argentinos en estos veinticinco años que van de gobiernos constitucionalmente elegidos también indica que los proyectos de ley que hoy se están escribiendo pueden eventualmente ir a parar al mismo cajón al que fueron los treinta y siete proyectos que alcanzaron estado parlamentario en este lapso, incluidos dos propuestos por el Poder Ejecutivo, empantanados todos ellos entre las presiones corporativas y la triste ausencia de decisión política gubernamental.En la relación entre la eventual sanción de una nueva ley y el momento que vive el país puede advertirse una característica doble. Por una parte, la crítica coyuntura desatada a partir de la puja que inició el empresariado rural hace casi tres meses nos entrega ahora la visión del abismo, y toda cuestión que se interponga parece destinada a una consideración adecuada, en ese marco, sólo cuando se haya ya diluido este azoro en el que los argentinos nos encontramos sumidos. A la vez, ha sido precisamente este mismo conflicto, la textura de su día a día, el gran responsable de exponer en toda su crudeza la carnadura concreta del poder desplegado por el sistema mediático, el mismo que en tantas ocasiones supo recitarse sin mayor convicción.No hace falta referirse a los lugares ya comunes acerca del tratamiento marcadamente desigual para cada uno de los muchos actores de la escena, o a la permanente sobredramatización de acontecimientos conexos al conflicto, tales como el desabastecimiento, los intentos de corrida contra el peso, la crisis económica, etc. Tal vez quepa, en cambio, llamar la atención sobre cuestiones más elementales y más graves, tan instaladas que cuesta distanciarse de ellas para retomarlas en su justa dimensión, tales como el bautismo con una intención mítica bucólica de “el campo” para lo que es un sector de productores en busca de mayor rentabilidad, o la descripción permanente del conflicto como entre “dos sectores” equivalentes, o ¿más curioso aún? el borramiento radical de todos los reclamos por la calidad institucional que hasta días antes bañaban los medios cuando quienes deterioran de manera ostensible esa calidad institucional reclamada son otros que el mismo gobierno. Cada uno de estos casi imperceptibles dispositivos resulta mucho más distorsivo para la vida político-cultural del país que, incluso, los gestos de discriminación social, visibles y groseros.No se trata de imaginar conspiraciones ni tampoco de pensar de modo simplificador y añejo en el poder mecánico de los mensajes massmediáticos. Pero se trata, sí, de reconocer en los medios masivos a los operadores privilegiados del modo en el que se articulan y escanden discursos de amplia circulación social. Pero no discursos cualesquiera. Porque se trata de reconocer, en fin, su capacidad para recoger, organizar y devolver legitimadas, en especial, las formas más maniqueas, más silvestres y más ansiógenas del propio sentido común de las capas medias y sus elementales fantasmas. Esta es la lógica de los medios masivos y, en particular, de los audiovisuales. Ellos repiten el latiguillo de que entregan al público lo que el público quiere. Pero omiten que esa supuesta demanda es el resultado de una construcción que explota y abusa comercialmente, mediante el exhibicionismo, la banalización, la tragedia o el escándalo fáciles los peores resortes de cualquier audiencia. No hay conspiraciones, vale insistir. Simplemente se llama búsqueda del lucro en el capitalismo avanzado. O más sencillamente “marketing”.Este fenómeno no es una exclusividad argentina. Por el contrario. Pero lo que sí constituye parte de un casi privilegio nacional (hay otros países en América latina que comparten ese privilegio) es el triple dato de: (a) la extraordinaria concentración de las empresas que disputan el mercado de la comunicación, (b) la debilidad, por no decir casi inexistencia, de un sistema de medios estatal/cultural y de uno comunitario, y (c) el vacío normativo en el que se desenvuelven, vista la inoperancia y la caducidad de facto de la Ley de Radiodifusión de 1980.Para entender el grado paleolítico en el que nos movemos, baste observar las líneas aplicadas en la materia en el marco de la Unión Europea o en Canadá, entre muchos otros países “serios”, así como las directrices políticas para abordar el futuro tecnológico en cuestiones como protección a la diversidad, mandatos de desconcentración y fortalecimiento de medios públicos. El caso de la reformulación de Radio Televisión Española es otra muestra en este sentido.Estos ejemplos de regulación estatal no indican limitaciones a la sacrosanta “libertad de prensa”. Nadie, en esos países, lo asume de semejante modo, ni los propios grandes medios de comunicación. Y ello es un cuarto rasgo de la especificidad argentina: el más mínimo gesto de parte de cualquier institución de la sociedad que se vuelve sobre los medios alcanza para que su tarea sea veloz y cómoda y mezquinamente denunciada como una amenaza a la libertad de expresión. Incluso los poco conducentes ¿pero de moda? “observatorios” que desde hace algunos años pululan por doquier. Y hasta se dan el lujo de reclamarle a la universidad pública, en nombre del resguardo de esa mal entendida libertad de expresión, que no opine públicamente sobre la situación del periodismo.Es que las empresas mediáticas se han erigido en los auténticos representantes del pueblo, bajo la excusa de la evidente crisis de fondo que padecen los partidos políticos en Argentina (como en buena parte de Occidente). Es un pretexto engañoso: en su ejercicio, los grandes medios coadyuvan a la agonía de las organizaciones partidarias a cuya suplencia, supuestamente, concurren solidarios. El mecanismo es simple: los grandes medios dicen darles espacio a todas las voces (a todas las voces que invitan, claro), y por carácter transitivo aparecen como depositarios de la soberanía. Desde tan inmaculado lugar, juzgan a gobiernos, a parlamentos, a jueces, absorben la sabiduría de los expertos y las emociones de los sufrientes, diseñan los sueños de la audiencia sin pretensiones para luego acompañarla y premiarla, denuncian delitos, testimonian crímenes, editorializan sobre cualquier sector, compran o fabrican prestigios para más tarde re-venderlos, mientras recurren a los golpes fáciles y a la repetición infinita de sí mismos para lidiar en el mercado del rating y concluir presumiendo que, a ellos, “la gente los elige todos los días” en una suerte de comicios “más directos” que aquellos donde concurren cada dos años las fuerzas partidarias y la ciudadanía. Pero guay que a alguien se le ocurra señalar que también entre ellos, los grandes medios erigidos en jueces supremos, hay, por ejemplo, corrupción, venta de servicios informativos y simbólicos al mejor postor o intereses espurios. En ese instante las pugnas por el rating se suspenden, la corporación cierra sus filas y hasta las voces de los grandes medios europeos o norteamericanos acuden en su ayuda. Es que ¿cómo habrían de ser falibles si apenas se dedican a testimoniar “objetivamente” lo que ocurre? Y la falacia se cierra sobre sí misma.Todos los gobiernos de las últimas décadas han optado por negociar el apoyo de esta corporación antes que meterse en el sin embargo impostergable desafío de plantear reglas que deberían ser casi obvias, referidas a la actividad de estas instituciones, tan pasibles del sometimiento a normas elementales como cualquier hijo de vecino. Por ello es que el propósito expreso del gobierno de Cristina Fernández de sancionar un nuevo marco jurídico constituye una circunstancia de excepcional importancia y de un alcance político-cultural mucho mayor que las alícuotas de las retenciones sobre la exportación agropecuaria.Porque el espacio que instituyen los medios masivos, a través de sus pantallas y de sus sintonías, de sus páginas impresas o de sus sitios web, es un espacio social, y más aún, un espacio público que, por ende, pertenece a todos y al que todos, o al menos muchos más que ahora, deberían poder acceder para transitar por él con relativa libertad. Un espacio público que, salvadas todas las obvias distancias, no debería merecer un trato sustancialmente distinto al que merecen otros espacios públicos, donde sería inadmisible que una corporación privada, con reglas establecidas por un complejo armado de contratos poco o nada transparentes entre particulares, terminara definiendo quién pasa y quién no, qué palabra vale y cuál no, qué representación de los problemas sociales resulta válida para ser puesta en circulación y cuál no.Por esto entendemos imprescindible:- Garantizar el pluralismo, la diversidad y el derecho a la información y la comunicación como derecho humano.- Poner límites a la concentración, los oligopolios y los monopolios porque afectan a la democracia y restringen la libertad de expresión.- Establecer claramente el rol del Estado como regulador, árbitro y emisor de características públicas y no gubernamentales.- Proteger las producciones locales y nacionales como única vía de garantizar la multiplicidad de voces.- Garantizar la existencia de tres franjas de radiodifusores: privados con y sin fines de lucro (entre estos últimos incluidos los comunitarios) y estatales.- Adoptar los mecanismos para que el acceso a las señales de radiodifusión no sea un derecho meramente declamativo, no sólo por la cantidad de medios que cubran el territorio nacional, sino también por el manejo de exclusividades en derechos de exhibición de contenidos de evidente interés público y repercusión social.- Prever que las organizaciones sociales así como las provincias y las universidades tengan participación en las instancias de decisión de las autoridades en la materia, así como que los mecanismos de asignación sean transparentes y sujetos al escrutinio público.Los puntos que se proponen están destinados a que la actividad de los medios electrónicos en la Argentina responda a parámetros de normalidad en el mundo que nos toca y que se compadezca con estándares de libertad de expresión reconocidos en los ámbitos de las organizaciones supranacionales de derechos humanos. No son para nada circunstancias que se puedan entender como limitativas de la libertad de nadie, en tanto nadie suponga que en nombre de su propia libertad tenga posibilidad de impedir que otros se integren al ejercicio de la que disfruta.De lo que se trata, en palabras cortas, es de hacer llegar la democracia hasta el territorio de la comunicación y redistribuir el derecho a la palabra comunitaria (capital tan importante como cualquier otro), asignaturas ambas pendientes cuando menos desde 1983.Restituir el espacio mediático a su auténtica condición de espacio público supone un acto del más estricto credo liberal, comparable al establecimiento de la libertad de cultos religiosos, radicalmente acorde a la defensa básica de la libertad de expresión y de la expansión de los derechos humanos de nuestro tiempo. Es tanta la fuerza inercial del actual modelo corporativo (que, dicho con rigor y pese a sus declamaciones, es profundamente antiliberal) que intentar esta restitución promete convertirse en una auténtica gesta emancipatoria que requerirá de todos los apoyos que puedan ofrecerse. La verdadera libertad de prensa es el progresivo objetivo a lograr con una nueva legislación sobre comunicación social y sobre participación y derechos ciudadanos, frente a la falacia de la “libertad de prensa” reducida al juego de los grandes capitales e intereses políticos mediáticos.Dirán algunos, y con razón, que este mismo gobierno (o su predecesor inmediato) es el mismo que durante cinco años ha autorizado y favorecido el aumento de la concentración (por ejemplo, la autorización de la operación conjunta de Cablevisión y Multicanal y su posterior solicitud de fusión) o ha concedido inconcebibles y graciosas suspensiones de cómputo de diez años en los plazos de licencias a los titulares de concesiones televisivas, radiales y de cable, violentando la ley, la sensatez, la lógica del calendario y el criterio democrático; ha ignorado la justa petición de cumplimiento de 21 puntos a favor de la democracia comunicacional, suscripta por un centenar de organizaciones profesionales y de derechos humanos, y ha ofrecido una y otra vez la vista gorda a cambio de apoyos tácticos. Todo ello es cierto. Pero cabe ahora abrir un cuidadoso crédito a la esperanza, y de pleno apoyo. El gobierno nacional se ha comprometido públicamente a dar un decisivo paso adelante en esta materia. Nada garantiza que cinco minutos antes de la hora no opte por una legislación lavada, que deje sustancialmente las cosas como están, con algunos retoques técnicos. Pero lo cierto es que nunca como en la actual coyuntura el problema comunicacional se ha debatido tanto, y tan coincidentemente en apoyo de una nueva legislación democratizadora: en el propio gobierno, en poderes provinciales y municipales, en foros, universidades, sindicatos, movimientos sociales, agrupaciones políticas, mundos académicos, espacios artísticos y literarios, organizaciones no gubernamentales, grupos feministas, experiencias comunitarias y en el propio sector de los periodistas y trabajadores de la información. Con ese respaldo de conciencia política se cuenta. Existen circunstancias en la vida de una nación en que los dirigentes comprenden la pequeñez del puro cortoplacismo. Ojalá ésta sea una de ellas. Cultural y políticamente la sociedad se merece otra lógica, otra libertad y otras voces que se sumen al diálogo cotidiano sobre qué país se quiere y se enuncia. Es una época la que está a la espera de los actores que la merezcan.
Carta abierta 1
Carta Abierta / 1 Como en otras circunstancias de nuestra crónica contemporánea, hoy asistimos en nuestro país a una dura confrontación entre sectores económicos, políticos e ideológicos históricamente dominantes y un gobierno democrático que intenta determinadas reformas en la distribución de la renta y estrategias de intervención en la economía. La oposición a las retenciones -comprensible objeto de litigio- dio lugar a alianzas que llegaron a enarbolar la amenaza del hambre para el resto de la sociedad y agitaron cuestionamientos hacia el derecho y el poder político constitucional que tiene el gobierno de Cristina Fernández para efectivizar sus programas de acción, a cuatro meses de ser elegido por la mayoría de la sociedad. Un clima destituyente se ha instalado, que ha sido considerado con la categoría de golpismo. No, quizás, en el sentido más clásico del aliento a alguna forma más o menos violenta de interrupción del orden institucional. Pero no hay duda de que muchos de los argumentos que se oyeron en estas semanas tienen parecidos ostensibles con los que en el pasado justificaron ese tipo de intervenciones, y sobre todo un muy reconocible desprecio por la legitimidad gubernamental. Esta atmósfera política, que trasciende el «tema del agro», ha movilizado a integrantes de los mundos políticos e intelectuales, preocupados por la suerte de una democracia a la que aquellos sectores buscan limitar y domesticar. La inquietud es compartida por franjas heterogéneas de la sociedad que más allá de acuerdos y desacuerdos con las decisiones del gobierno consideran que, en los últimos años, se volvieron a abrir los canales de lo político. No ya entendido desde las lógicas de la pura gestión y de saberes tecnocráticos al servicio del mercado, sino como escenario del debate de ideas y de la confrontación entre modelos distintos de país. Y, fundamentalmente, reabriendo la relación entre política, Estado, democracia y conflicto como núcleo de una sociedad que desea avanzar hacia horizontes de más justicia y mayor equidad. Desde 2003 las políticas gubernamentales incluyeron un debate que involucra a la historia, a la persistencia en nosotros del pasado y sus relaciones con los giros y actitudes del presente. Un debate por las herencias y las biografías económicas, sociales, culturales y militantes que tiene como uno de sus puntos centrales la cuestión de la memoria articulada en la política de derechos humanos y que transita las tensiones y conflictos de la experiencia histórica, indesligable de los modos de posicionarse comprensivamente delante de cada problema que hoy está en juego. En la actual confrontación alrededor de la política de retenciones jugaron y juegan un papel fundamental los medios masivos de comunicación más concentrados, tanto audiovisuales como gráficos, de altísimos alcances de audiencia, que estructuran diariamente «la realidad» de los hechos, que generan «el sentido» y las interpretaciones y definen «la verdad» sobre actores sociales y políticos desde variables interesadas que exceden la pura búsqueda de impacto y el raiting. Medios que gestan la distorsión de lo que ocurre, difunden el prejuicio y el racismo más silvestre y espontáneo, sin la responsabilidad por explicar, por informar adecuadamente ni por reflexionar con ponderación las mismas circunstancias conflictivas y críticas sobre las que operan. Esta práctica de auténtica barbarie política diaria, de desinformación y discriminación, consiste en la gestación permanente de mensajes conformadores de una conciencia colectiva reactiva. Privatizan las conciencias con un sentido común ciego, iletrado, impresionista, inmediatista, parcial. Alimentan una opinión pública de perfil antipolítica, desacreditadora de un Estado democráticamente interventor en la lucha de intereses sociales. La reacción de los grandes medios ante el Observatorio de la discriminación en radio y televisión muestra a las claras un desprecio fundamental por el debate público y la efectiva libertad de información. Se ha visto amenaza totalitaria allí donde la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA llamaba a un trato respetuoso y equilibrado del conflicto social. En este nuevo escenario político resulta imprescindible tomar conciencia no sólo de la preponderancia que adquiere la dimensión comunicacional y periodística en su acción diaria, sino también de la importancia de librar, en sentido plenamente político en su amplitud, una batalla cultural al respecto. Tomar conciencia de nuestro lugar en esta contienda desde las ciencias, la política, el arte, la información, la literatura, la acción social, los derechos humanos, los problemas de género, oponiendo a los poderes de la dominación la pluralidad de un espacio político intelectual lúcido en sus argumentos democráticos. Se trata de una recuperación de la palabra crítica en todos los planos de las prácticas y en el interior de una escena social dominada por la retórica de los medios de comunicación y la derecha ideológica de mercado. De la recuperación de una palabra crítica que comprenda la dimensión de los conflictos nacionales y latinoamericanos, que señale las contradicciones centrales que están en juego, pero sobre todo que crea imprescindible volver a articular una relación entre mundos intelectuales y sociales con la realidad política. Es necesario crear nuevos lenguajes, abrir los espacios de actuación y de interpelación indispensables, discutir y participar en la lenta constitución de un nuevo y complejo sujeto político popular, a partir de concretas rupturas con el modelo neoliberal de país. La relación entre la realidad política y el mundo intelectual no ha sido especialmente alentada desde el gobierno nacional y las políticas estatales no han considerado la importancia, complejidad y carácter político que tiene la producción cultural. En una situación global de creciente autonomía de los actores del proceso de producción de símbolos sociales, ideas e ideologías, se producen abusivas lógicas massmediáticas que redefinen todos los aspectos de la vida social, así como las operaciones de las estéticas de masas reconvirtiendo y sojuzgando los mundos de lo social, de lo político, del arte, de los saberes y conocimientos. Son sociedades cuya complejidad política y cultural exige, en la defensa de posturas, creencias y proyectos democráticos y populares, una decisiva intervención intelectual, comunicacional, informativa y estética en el plano de los imaginarios sociales. Esta problemática es decisiva no sólo en nuestro país, sino en el actual Brasil de Lula, en la Bolivia de Evo Morales, en el Ecuador de Correa, en la Venezuela de Chávez, en el Chile de Bachelet, donde abundan documentos, estudios y evidencias sobre el papel determinante que asume la contienda cultural y comunicativa y las denuncias contra los medios en manos de los grupos de mercado más concentrados. Es también en esta confrontación, que se extiende al campo de la lucha sobre las narraciones acerca de las historias latinoamericanas, donde hoy se está jugando la suerte futura de varios gobiernos que son jaqueados y deslegitimados por sus no alineamientos económicos con las recetas hegemónicas y por sus «desobediencias» políticas con respecto a lo que propone Estados Unidos. Reconociendo los inesperados giros de las confrontaciones que vienen sucediéndose en esta excepcional edad democrática y popular de América Latina desde comienzos de siglo XXI, vemos entonces la significación que adquiere la reflexión crítica en relación a las vicisitudes entre Estado, sociedad y mercado globalizado. Uno de los puntos débiles de los gobiernos latinoamericanos, incluido el de Cristina Fernández, es que no asumen la urgente tarea de construir una política a la altura de los desafíos diarios de esta época, que tenga como horizonte lo político emancipatorio. Porque no se trata de proponer un giro de precisión académica a los problemas, sino de una exigencia de pasaje a la política, en un tiempo argentino en el que se vuelven a discutir cuestiones esenciales que atraviesan nuestras prácticas. Pasaje hacia la política que nos confronta con las dimensiones de la justicia, la igualdad, la democratización social y la producción de nuevas formas simbólicas que sean capaces de expresar las transformaciones de la época. En este sentido es que visualizamos la originalidad de lo que está ocurriendo en América Latina (más allá de las diferencias que existen entre los distintos proyectos nacionales) y los peligros a los que nos enfrentamos, peligros claramente restauracionistas de una lógica neoliberal hegemónica durante los años noventa. Teniendo en cuenta esta escena de nuestra actualidad, nuestro propósito es aportar a una fuerte intervención política –donde el campo intelectual, informativo, científico, artístico y político juega un rol de decisiva importancia– en el sentido de una democratización, profundización y renovación del campo de los grandes debates públicos. Estratégicamente se trata de sumar formas políticas que ayuden a fecundar una forma más amplia y participativa de debatir. Nos interesa pues encontrar alternativas emancipadoras en los lenguajes, en las formas de organización, en los modos de intervención en lo social desde el Estado y desde el llano, alternativas que puedan confrontar con las apetencias de los poderes conservadores y reactivos que resisten todo cambio real. Pero también que pueda discutir y proponer opciones conducentes con respecto a los no siempre felices modos de construcción política del propio gobierno democrático: a las ausencias de mediaciones imprescindibles, a las soledades enunciativas, a las políticas definidas sin la conveniente y necesaria participación de los ciudadanos. Una nueva época democrática, nacional y popular es una realidad de conflictos cotidianos, y precisa desplegar las voces en un vasto campo de lucha, confiar, alentar e interactuar. En este sentido, sentimos que las carencias que muchas veces muestra el gobierno para enfocar y comprender los vínculos, indispensables, con campos sociales que no se componen exclusivamente por aquellos sectores a los que está acostumbrado a interpelar, no posibilitan generar una dinámica de encuentro y diálogo recreador de lo democrático-popular. Creemos indispensable señalar los límites y retrasos del gobierno en aplicar políticas redistributivas de clara reforma social. Pero al mismo tiempo reconocemos y destacamos su indiscutible responsabilidad y firmeza al instalar tales cuestiones redistributivas como núcleo de los debates y de la acción política desde el poder real que ejerce y conduce al país (no desde la mera teoría), situando tal tema como centro neurálgico del conflicto contra sectores concentrados del poder económico. Todo lo expresado y resumido da pie a la necesidad de creación de un espacio politico plural de debate que nos reúna y nos permita actuar colectivamente. Experiencia que se instituye como espacio de intercambio de ideas, tareas y proyectos, que aspira a formas concretas de encuentro, de reflexión, organización y acción democrática con el gobierno y con organizaciones populares para trabajar mancomunadamente, sin perder como espacio autonomía ni identidad propia. Un espacio signado por la urgencia de la coyuntura, la vocación por la política y la perseverante pregunta por los modos contemporáneos de la emancipación.
Buenos Aires, 19 de abril de 2008
Buenos Aires, 19 de abril de 2008
Eduardo Grüner, un texto con clase
¿Qué clase(s) de lucha es la lucha del “campo”?
Por Eduardo Grüner *
No es, todavía, hora de “balances” más o menos definitivos. Sí de detener, por un momento, la ansiedad, y de ver dónde está parado cada uno. El que esto escribe está en contra de las medidas (sobredimensionadas, extorsivas, objetivamente reaccionarias, y actuadas en muchos casos con un discurso y una ideología proto-golpista, clasista y aun racista) tomadas fundamentalmente por uno de los sectores más concentrados de la clase dominante argentina en perjuicio de la inmensa mayoría. No es algo tan fácil de explicar brevemente. Hay que empezar por señalar una vez más los gravísimos “errores” cometidos por el Gobierno. Están, por descontado, los errores “tácticos” inmediatos: la desobediencia a los más elementales manuales de política que recomiendan dividir al adversario, y no unirlo (y ni qué hablar de, además, dividir el frente propio); o la torpeza de apoyarse en personajes un tanto atrabiliarios de los cuales se sabe que –por buenas o malas razones– van a caer “gordos” a la llamada “opinión pública”. Pero más acá de estos “errores”, están los que no son “errores tácticos”, sino opciones estratégicas: no profundizar en la medida necesaria las políticas (tributarias y otras) de redistribución del ingreso, utilizar buena parte de las (inauditas) reservas fiscales para seguir saldando la maldita deuda; renovar los contratos de ciertos medios de comunicación que, debería el Gobierno saberlo, más tarde o más temprano se le pondrán en contra (y aquí, como en muchos otros casos, se ve cómo una opción estratégica se transforma rápidamente en un error táctico), y que lo hicieron de la manera más desvergonzadamente interesada de las últimas décadas. Ninguna de estas opciones estratégicas son algo para reprocharle al Gobierno. Reprochárselas –al menos, de la manera en que lo ha hecho cierta “izquierda” dislocada o cierta intelectual(idad) bienpensante y ya ni siquiera “progre” que, pasándose de la raya, cruzó definitivamente la frontera hacia la derecha– sería, paradójicamente, hacerse demasiadas ilusiones sobre un Gobierno que en ningún momento prometió otra cosa que la continuidad del capitalismo tal como lo conocemos. Vale decir: un Gobierno propiamente “reformista-burgués”, como se decía en tiempos menos eufemísticos. La situación, pues, no puede ser juzgada sino por lo que realmente es: una puja (no “distributiva” sino) interna a lo que en aquellos tiempos pre-eufemísticos se llamaba la “clase dominante”.
El inmediato mal mayorPero, pero: un gobierno legítimamente electo por la mayoría no es directamente miembro de aquellas “clases dominantes”, aunque inevitablemente tienda a “actuar” sus intereses. Y, en un contexto en el que no está a la vista ni es razonable prever en lo inmediato una alternativa consistente y radicalmente diferente para la sociedad, no queda más remedio que enfrentar la desagradable responsabilidad de tomar posición, no “a favor” de tal o cual gobierno, pero sí, decididamente, en contra del avance también muy decidido de lo que sería mucho peor; y si alguien nos chicanea con que terminamos optando por el “mal menor”, no quedará más remedio que recontrachicanearlo exigiéndole que nos muestre dónde queda, aquí y ahora, el “bien” y su posible realización inmediata. Porque el peligro del mal “mayor” sí es inmediato. En estas últimas semanas se han condensado potencialidades regresivas que muchos ingenuos creían sepultadas por un cuarto de siglo de (bienvenido) funcionamiento formal de las instituciones. ¿Exageramos? Piénsese en los “síntomas”, “símbolos”, “indicadores”, y también, claro, hechos. Nunca en este cuarto de siglo la derecha (económica, social y cultural, y no solamente política) había ganado la calle con una “base de masas” tan importante –incluyendo, sí, a esos “pequeños productores” cuyas legítimas reivindicaciones fueron bastardeadas, incluso por ellos mismos, al rol de “mano de obra” de los grandes “dueños de la tierra”–, hasta el punto de transformarse en un verdadero movimiento social del cual mucho oiremos en adelante. No solamente la calle, sino también el aire: nunca antes había sido tan férreo el consenso “massmediático” para apoderarse del Verbo público –como lo dijo inspiradamente León Rozitchner– con el objeto de aturdir hasta el mínimo atisbo de un pensamiento autónomo, no digamos ya “crítico”. Nunca antes las cacerolas habían sido tan bien disfrazadas de diciembre de 2001 argentino cuando en verdad representan –en inesperado retorno a su auténtico “mito de origen”– un septiembre de 1973 chileno. Nunca antes había habido una tan oportuna coincidencia con un aniversario del 24 de marzo. Nunca antes había habido una tan puntual coincidencia con un meeting de lo más granado de la derecha internacional en Rosario. Y ya que de “internacionalismo” se trata, nunca antes había habido una coincidencia tan “contextual” con las avanzadas desestabilizadoras –obviamente fogoneadas desde mucho más al Norte– sobre las “novedades” –no importa ahora lo que se piense de cada una de ellas– sudamericanas, desde las aventuras bélicas de Uribe en la frontera ecuatoriana (y por refracción, venezolana) hasta la feroz ofensiva oligárquico-separatista contra Evo Morales. Nunca antes se había conseguido reimponer el insostenible mito de que es el “campo” lo que ha construido a la “patria” (en una nefasta época esa construcción, se decía, había estado a cargo del Ejército Argentino, que era, al igual que el “campo”, incluso anterior a la nación: una asociación inquietante), cuando, sin meternos con la historia, sabemos que hoy –lo acaba de demostrar impecablemente el economista Julio Sevares– su contribución al PBI es mínima. O el igual de anacrónico mito de que estamos ante una batalla épica entre el “campo” y la “industria”, cuando hace ya décadas que los intereses de esos dos sectores actualmente ultra-concentrados en anónimas sociedades multinacionales –que incluyen, y en lugar destacado, a la “industria cultural” y los medios– entrecruzan sus intereses de manera inextricable, bajo el comando de las grandes agroquímicas, los pools sembradores, o los trusts de exportación cerealera.
El odio de la burguesíaY a propósito de esto último, que atañe a la estructura de clases en la Argentina actual, nunca antes –posiblemente desde el período 1946/55– se había desnudado de manera tan grosera y frontal la violencia (por ahora “discursiva”) de la ideología de odio clasista de la burguesía y también de cierto sector de la llamada “clase media”; es este odio visceral e incontrolable, y no alguna desinteresada defensa del mitificado “campo”, es ese clasismo-racismo, él sí “espontáneo”, el que constituye la verdadera motivación para participar en los “piquetes paquetes”, desentendiéndose de la “contradicción” de estar orgullosamente haciendo lo mismo contra lo cual putean cuando se les corta la huida por Figueroa Alcorta. Que nunca haya sido tan pertinente, pues, el análisis de clase para juzgar un conflicto, no significa ejercer ningún reduccionismo de clase: las “clases altas” y las “clases medias” no tienen, es obvio, los mismos intereses materiales inmediatos; pero en la Argentina hace ya muchísimo que las segundas subordinaron sus intereses materiales a largo plazo a su patética, servil, identificación con los de las primeras, y es por eso que tan a menudo han trabajado de “mano de obra” de ellas, y en las peores causas. No hace falta ser un sofisticado marxista para entenderlo: bastaría citar la diferencia elemental –que constituye el ABC de la más básica sociología “estructural-funcionalista”– entre grupo de pertenencia y grupo de referencia.Se equivoca pues la primera mandataria al decir que lo que se juega en este conflicto nada tiene que ver con la lucha de clases. Una vez más, no cabe reprochárselo: ella es peronista, y por lo tanto lo cree sinceramente. El problema es que crea que basta creerlo (o desearlo) para que la cosa no exista. No advierte, tal vez, la paradoja –por otra parte perfectamente explicable por la propia historia del peronismo histórico– de que el Gobierno que ella preside, aunque en “última instancia” represente compleja y ambiguamente, y con algunos escarceos defensivos de la autonomía del Estado, los intereses estructurales de la “clase dominante”, para la ideología estrecha de esa clase dominante, que ha hecho tan buenos negocios en este último lustro, representa los intereses (¿habría que decir: “simbólicos”?) de las otras clases, y por lo tanto su gobierno es el chivo expiatorio del “odio de clase” en una época en que, por suerte, ya no pueden hacerse pogroms masivos ni aplicarse científicos planes de exterminio colectivo. La clase dominante argentina está desde siempre acostumbrada a no tolerar ni siquiera aquellos tímidos escarceos “autonomistas” por parte de ningún gobierno (por lo menos, de ninguno “civil” y legalmente elegido: porque sí toleraron la mucha “autonomía” estatal de que gozaron las dictaduras militares para aplicar sus políticas económicas tanto como represivas). Aquella famosa consigna setentista –“Y llora llora la puta oligarquía, porque se viene la tercera tiranía”– era, entre otras cosas menos defendible, una ironía sobre el sempiterno tic de la burguesía, consistente en calificar de “tiránico”, “autoritario” o “dictatorial” (aunque en estos tiempos posgramscianos se diga “hegemónico”, como si la hegemonía no fuera el objeto mismo de la política) a cualquier gobierno, sea cual fuere su política, que osara insinuar que algunas cositas menores las iba a decidir él. Aunque parezca inverosímil, los acusaron de “comunistas”, “socialistas”, “nazifascistas”, sólo porque intentaron tomar algunas decisiones que, sin ser claramente opuestas a los “intereses dominantes”, no representaban una obediencia automática y directa a los amos del Capital.
La lucha de clasesNada muy diferente está sucediendo ahora: puesto que llevamos un cuarto de siglo de democracia institucional, es en nombre de esa misma “democracia” que se usan los mismos (des)calificativos contra este Gobierno, al que se identifica, disparatadamente, como la otra parte en la “lucha de clases”. Y tal vez la Presidenta, aunque oscuramente, intuya esto, y por ello se defiende de lo que toma como una “acusación”. Pero, lo lamentamos: la lucha de clases no existe, pero que la hay, la hay. Muchos “progres”, al igual que este Gobierno, creen que no la hay porque las masas populares no están movilizadas en una contraofensiva dirigida al avance de la derecha. Pero, primero: las clases dominantes también luchan: la aplicación sistemática, sea a punta de bayoneta o por políticas “pacíficas”, de la reconversión capitalista “neoliberal”, eso es lucha de clases, emprendida por la clase dominante contra las dominadas y sus aún magras conquistas anteriores. Como lo es claramente el mantener desabastecidos a los sectores populares, con su inevitable consecuencia inflacionaria (algo que, a decir verdad, viene ocurriendo indirectamente desde mucho antes, dadas las cuotas de exportación ayudadas por el dólar alto y el consiguiente desequilibrio entre oferta y demanda en el mercado interno). Segundo: si las masas populares están desmovilizadas, también es porque este Gobierno (y sobre todo todos los anteriores, si bien éste no ha hecho nada importante para subsanarlo, limitándose en este terreno a administrar lo ya acumulado) las ha desmovilizado, aun cuando en defensa propia le hubiera convenido, incluso con los riesgos que hubiera representado para un gobierno “reformista-burgués”, tenerlas a ellas en la calle antes que, pongamos, a D’Elía o Moyano (y se entenderá, suponemos, que con esos nombres estamos simplemente haciendo una taquigrafía, y no imputaciones a personas). Como no las ha movilizado, la ofensiva de clase de las fracciones más recalcitrantes de la burguesía fue contra su “adversario” visible, el Gobierno: otra, y para nada menor, opción estratégica transformada en error táctico.En fin, no estamos –hay que ser claros– ante una batalla entre dos “modelos de país”; el modelo del Gobierno no es sustancialmente distinto al de la Sociedad Rural. Pero la derecha y sus adherentes ideológicos no toleran la más mínima diferencia de “estilo” con su modelo, del cual creen ser los únicos dueños, y sus primeros benefactores. ¿Tomar conciencia de ello hará que el Gobierno, aunque fuera “en defensa propia”, pergeñe un “modelo” diferente? No parece lo más probable. Tiene razón Alejandro Kaufman: todo esto no nos ha hecho pasar a la “gran política”; pero también es cierto que, bien jugada, podría ser la ocasión de al menos atisbar ese pasaje a una suerte de “gran relato” de la política. De que nuestros debates principales ya no sean (aunque por supuesto habrá que seguir haciéndolos, en otra perspectiva) las mentiras del Indec o el dinero de Santa Cruz emigrado a Suiza, sino los que atañen, efectivamente, al “modelo”, incluyendo un modelo integral y planificado a largo plazo para el “campo”. Pero si esta ofensiva de la derecha triunfa, esa ocasión se habrá perdido por décadas.
La legitimidad del EstadoEn este relativamente nuevo contexto, no podemos quedar atrapados (otra vez, sin que haya dejado de ser necesario hacerlas también) en las discusiones sobre los detalles “técnicos” del conflicto. Hoy, ahora, el problema central ya no son (y tal vez nunca lo fueron en serio) las benditas “retenciones”. En un registro “puramente” económico –lo acaba de demostrar Ricardo Aronskind– ya se está discutiendo la renta a futuro del 20 por ciento de los “dueños” que controlan el 80 por ciento de la “tierra”, y no centralmente las retenciones actuales. Ya lo sabemos: ni el aumento de las retenciones móviles a las rentas extraordinarias del “campo” supone, no digamos ya una medida “confiscatoria” (¡¡!!), sino ninguna “pérdida” importante para un “campo” que nunca ha ganado tan extraordinariamente; ni, del otro lado, es estrictamente cierto que las retenciones sean una medida ampliamente “redistributiva” que vaya a mejorar decisivamente la brutal injusticia social que aún campea en la Argentina. Pero esto no significa que las retenciones (no, claro, por sí mismas, pero sí en la trama de una política nacional articulada que incluyera muchas otras medidas) no podrían y deberían contribuir a esa redistribución. Si la derecha gana, se habrá creado un peligroso antecedente de deslegitimación de la intervención del Estado en la economía, y esto impediría, o al menos obstaculizaría gravemente, que este Gobierno (si es que en algún momento reorienta sus opciones estratégicas) o cualquier otro futuro, sí utilizara las retenciones u otras medidas semejantes con fines redistributivos. Eso, en el mejor de los casos. En el peor, una parte nada despreciable de la sociedad argentina habrá completado un enorme e integral giro a la derecha del cual difícilmente habrá retorno. La situación obliga, a todo el que sienta una mínima responsabilidad ante aquella sociedad, a sentar con la mayor nitidez posible una posición. Insistamos: no necesariamente a favor del Gobierno, sino inequívocamente en contra de intentonas que a esta altura ya nadie puede dudar que son intencionalmente o no (pero más bien sí) “desestabilizadoras”, “golpistas”, “reaccionarias”. Los “golpes” ya no son hechos con tanques e infantería, pero no por eso han caducado: la especulación económica, la insidia mediática de las medias verdades y las enteras mentiras, la corrupción verbal de los epítetos clasistas y racistas, la confusión consciente de la parte con el todo –sea a favor o en contra del Gobierno o del “campo”– suelen tener un efecto más lento pero incomparablemente más profundo que los mucho más visibles uniformes con charreteras. El Gobierno deberá tomar cuidadosa nota de las “novedades” que se han producido. Y también, y sobre todo, deberemos hacerlo nosotros, los que –sin ser totalmente o siquiera en parte “pro-Gobierno”– no tenemos derecho a equivocarnos sobre dónde está el peligro mayor. Sobre dónde estará: porque esto –tregua o impasse o compás de espera, como se quiera llamarlo– recién empieza.
* Sociólogo, ensayista, profesor de Teoría Política y de Sociología del Arte (UBA).
Por Eduardo Grüner *
No es, todavía, hora de “balances” más o menos definitivos. Sí de detener, por un momento, la ansiedad, y de ver dónde está parado cada uno. El que esto escribe está en contra de las medidas (sobredimensionadas, extorsivas, objetivamente reaccionarias, y actuadas en muchos casos con un discurso y una ideología proto-golpista, clasista y aun racista) tomadas fundamentalmente por uno de los sectores más concentrados de la clase dominante argentina en perjuicio de la inmensa mayoría. No es algo tan fácil de explicar brevemente. Hay que empezar por señalar una vez más los gravísimos “errores” cometidos por el Gobierno. Están, por descontado, los errores “tácticos” inmediatos: la desobediencia a los más elementales manuales de política que recomiendan dividir al adversario, y no unirlo (y ni qué hablar de, además, dividir el frente propio); o la torpeza de apoyarse en personajes un tanto atrabiliarios de los cuales se sabe que –por buenas o malas razones– van a caer “gordos” a la llamada “opinión pública”. Pero más acá de estos “errores”, están los que no son “errores tácticos”, sino opciones estratégicas: no profundizar en la medida necesaria las políticas (tributarias y otras) de redistribución del ingreso, utilizar buena parte de las (inauditas) reservas fiscales para seguir saldando la maldita deuda; renovar los contratos de ciertos medios de comunicación que, debería el Gobierno saberlo, más tarde o más temprano se le pondrán en contra (y aquí, como en muchos otros casos, se ve cómo una opción estratégica se transforma rápidamente en un error táctico), y que lo hicieron de la manera más desvergonzadamente interesada de las últimas décadas. Ninguna de estas opciones estratégicas son algo para reprocharle al Gobierno. Reprochárselas –al menos, de la manera en que lo ha hecho cierta “izquierda” dislocada o cierta intelectual(idad) bienpensante y ya ni siquiera “progre” que, pasándose de la raya, cruzó definitivamente la frontera hacia la derecha– sería, paradójicamente, hacerse demasiadas ilusiones sobre un Gobierno que en ningún momento prometió otra cosa que la continuidad del capitalismo tal como lo conocemos. Vale decir: un Gobierno propiamente “reformista-burgués”, como se decía en tiempos menos eufemísticos. La situación, pues, no puede ser juzgada sino por lo que realmente es: una puja (no “distributiva” sino) interna a lo que en aquellos tiempos pre-eufemísticos se llamaba la “clase dominante”.
El inmediato mal mayorPero, pero: un gobierno legítimamente electo por la mayoría no es directamente miembro de aquellas “clases dominantes”, aunque inevitablemente tienda a “actuar” sus intereses. Y, en un contexto en el que no está a la vista ni es razonable prever en lo inmediato una alternativa consistente y radicalmente diferente para la sociedad, no queda más remedio que enfrentar la desagradable responsabilidad de tomar posición, no “a favor” de tal o cual gobierno, pero sí, decididamente, en contra del avance también muy decidido de lo que sería mucho peor; y si alguien nos chicanea con que terminamos optando por el “mal menor”, no quedará más remedio que recontrachicanearlo exigiéndole que nos muestre dónde queda, aquí y ahora, el “bien” y su posible realización inmediata. Porque el peligro del mal “mayor” sí es inmediato. En estas últimas semanas se han condensado potencialidades regresivas que muchos ingenuos creían sepultadas por un cuarto de siglo de (bienvenido) funcionamiento formal de las instituciones. ¿Exageramos? Piénsese en los “síntomas”, “símbolos”, “indicadores”, y también, claro, hechos. Nunca en este cuarto de siglo la derecha (económica, social y cultural, y no solamente política) había ganado la calle con una “base de masas” tan importante –incluyendo, sí, a esos “pequeños productores” cuyas legítimas reivindicaciones fueron bastardeadas, incluso por ellos mismos, al rol de “mano de obra” de los grandes “dueños de la tierra”–, hasta el punto de transformarse en un verdadero movimiento social del cual mucho oiremos en adelante. No solamente la calle, sino también el aire: nunca antes había sido tan férreo el consenso “massmediático” para apoderarse del Verbo público –como lo dijo inspiradamente León Rozitchner– con el objeto de aturdir hasta el mínimo atisbo de un pensamiento autónomo, no digamos ya “crítico”. Nunca antes las cacerolas habían sido tan bien disfrazadas de diciembre de 2001 argentino cuando en verdad representan –en inesperado retorno a su auténtico “mito de origen”– un septiembre de 1973 chileno. Nunca antes había habido una tan oportuna coincidencia con un aniversario del 24 de marzo. Nunca antes había habido una tan puntual coincidencia con un meeting de lo más granado de la derecha internacional en Rosario. Y ya que de “internacionalismo” se trata, nunca antes había habido una coincidencia tan “contextual” con las avanzadas desestabilizadoras –obviamente fogoneadas desde mucho más al Norte– sobre las “novedades” –no importa ahora lo que se piense de cada una de ellas– sudamericanas, desde las aventuras bélicas de Uribe en la frontera ecuatoriana (y por refracción, venezolana) hasta la feroz ofensiva oligárquico-separatista contra Evo Morales. Nunca antes se había conseguido reimponer el insostenible mito de que es el “campo” lo que ha construido a la “patria” (en una nefasta época esa construcción, se decía, había estado a cargo del Ejército Argentino, que era, al igual que el “campo”, incluso anterior a la nación: una asociación inquietante), cuando, sin meternos con la historia, sabemos que hoy –lo acaba de demostrar impecablemente el economista Julio Sevares– su contribución al PBI es mínima. O el igual de anacrónico mito de que estamos ante una batalla épica entre el “campo” y la “industria”, cuando hace ya décadas que los intereses de esos dos sectores actualmente ultra-concentrados en anónimas sociedades multinacionales –que incluyen, y en lugar destacado, a la “industria cultural” y los medios– entrecruzan sus intereses de manera inextricable, bajo el comando de las grandes agroquímicas, los pools sembradores, o los trusts de exportación cerealera.
El odio de la burguesíaY a propósito de esto último, que atañe a la estructura de clases en la Argentina actual, nunca antes –posiblemente desde el período 1946/55– se había desnudado de manera tan grosera y frontal la violencia (por ahora “discursiva”) de la ideología de odio clasista de la burguesía y también de cierto sector de la llamada “clase media”; es este odio visceral e incontrolable, y no alguna desinteresada defensa del mitificado “campo”, es ese clasismo-racismo, él sí “espontáneo”, el que constituye la verdadera motivación para participar en los “piquetes paquetes”, desentendiéndose de la “contradicción” de estar orgullosamente haciendo lo mismo contra lo cual putean cuando se les corta la huida por Figueroa Alcorta. Que nunca haya sido tan pertinente, pues, el análisis de clase para juzgar un conflicto, no significa ejercer ningún reduccionismo de clase: las “clases altas” y las “clases medias” no tienen, es obvio, los mismos intereses materiales inmediatos; pero en la Argentina hace ya muchísimo que las segundas subordinaron sus intereses materiales a largo plazo a su patética, servil, identificación con los de las primeras, y es por eso que tan a menudo han trabajado de “mano de obra” de ellas, y en las peores causas. No hace falta ser un sofisticado marxista para entenderlo: bastaría citar la diferencia elemental –que constituye el ABC de la más básica sociología “estructural-funcionalista”– entre grupo de pertenencia y grupo de referencia.Se equivoca pues la primera mandataria al decir que lo que se juega en este conflicto nada tiene que ver con la lucha de clases. Una vez más, no cabe reprochárselo: ella es peronista, y por lo tanto lo cree sinceramente. El problema es que crea que basta creerlo (o desearlo) para que la cosa no exista. No advierte, tal vez, la paradoja –por otra parte perfectamente explicable por la propia historia del peronismo histórico– de que el Gobierno que ella preside, aunque en “última instancia” represente compleja y ambiguamente, y con algunos escarceos defensivos de la autonomía del Estado, los intereses estructurales de la “clase dominante”, para la ideología estrecha de esa clase dominante, que ha hecho tan buenos negocios en este último lustro, representa los intereses (¿habría que decir: “simbólicos”?) de las otras clases, y por lo tanto su gobierno es el chivo expiatorio del “odio de clase” en una época en que, por suerte, ya no pueden hacerse pogroms masivos ni aplicarse científicos planes de exterminio colectivo. La clase dominante argentina está desde siempre acostumbrada a no tolerar ni siquiera aquellos tímidos escarceos “autonomistas” por parte de ningún gobierno (por lo menos, de ninguno “civil” y legalmente elegido: porque sí toleraron la mucha “autonomía” estatal de que gozaron las dictaduras militares para aplicar sus políticas económicas tanto como represivas). Aquella famosa consigna setentista –“Y llora llora la puta oligarquía, porque se viene la tercera tiranía”– era, entre otras cosas menos defendible, una ironía sobre el sempiterno tic de la burguesía, consistente en calificar de “tiránico”, “autoritario” o “dictatorial” (aunque en estos tiempos posgramscianos se diga “hegemónico”, como si la hegemonía no fuera el objeto mismo de la política) a cualquier gobierno, sea cual fuere su política, que osara insinuar que algunas cositas menores las iba a decidir él. Aunque parezca inverosímil, los acusaron de “comunistas”, “socialistas”, “nazifascistas”, sólo porque intentaron tomar algunas decisiones que, sin ser claramente opuestas a los “intereses dominantes”, no representaban una obediencia automática y directa a los amos del Capital.
La lucha de clasesNada muy diferente está sucediendo ahora: puesto que llevamos un cuarto de siglo de democracia institucional, es en nombre de esa misma “democracia” que se usan los mismos (des)calificativos contra este Gobierno, al que se identifica, disparatadamente, como la otra parte en la “lucha de clases”. Y tal vez la Presidenta, aunque oscuramente, intuya esto, y por ello se defiende de lo que toma como una “acusación”. Pero, lo lamentamos: la lucha de clases no existe, pero que la hay, la hay. Muchos “progres”, al igual que este Gobierno, creen que no la hay porque las masas populares no están movilizadas en una contraofensiva dirigida al avance de la derecha. Pero, primero: las clases dominantes también luchan: la aplicación sistemática, sea a punta de bayoneta o por políticas “pacíficas”, de la reconversión capitalista “neoliberal”, eso es lucha de clases, emprendida por la clase dominante contra las dominadas y sus aún magras conquistas anteriores. Como lo es claramente el mantener desabastecidos a los sectores populares, con su inevitable consecuencia inflacionaria (algo que, a decir verdad, viene ocurriendo indirectamente desde mucho antes, dadas las cuotas de exportación ayudadas por el dólar alto y el consiguiente desequilibrio entre oferta y demanda en el mercado interno). Segundo: si las masas populares están desmovilizadas, también es porque este Gobierno (y sobre todo todos los anteriores, si bien éste no ha hecho nada importante para subsanarlo, limitándose en este terreno a administrar lo ya acumulado) las ha desmovilizado, aun cuando en defensa propia le hubiera convenido, incluso con los riesgos que hubiera representado para un gobierno “reformista-burgués”, tenerlas a ellas en la calle antes que, pongamos, a D’Elía o Moyano (y se entenderá, suponemos, que con esos nombres estamos simplemente haciendo una taquigrafía, y no imputaciones a personas). Como no las ha movilizado, la ofensiva de clase de las fracciones más recalcitrantes de la burguesía fue contra su “adversario” visible, el Gobierno: otra, y para nada menor, opción estratégica transformada en error táctico.En fin, no estamos –hay que ser claros– ante una batalla entre dos “modelos de país”; el modelo del Gobierno no es sustancialmente distinto al de la Sociedad Rural. Pero la derecha y sus adherentes ideológicos no toleran la más mínima diferencia de “estilo” con su modelo, del cual creen ser los únicos dueños, y sus primeros benefactores. ¿Tomar conciencia de ello hará que el Gobierno, aunque fuera “en defensa propia”, pergeñe un “modelo” diferente? No parece lo más probable. Tiene razón Alejandro Kaufman: todo esto no nos ha hecho pasar a la “gran política”; pero también es cierto que, bien jugada, podría ser la ocasión de al menos atisbar ese pasaje a una suerte de “gran relato” de la política. De que nuestros debates principales ya no sean (aunque por supuesto habrá que seguir haciéndolos, en otra perspectiva) las mentiras del Indec o el dinero de Santa Cruz emigrado a Suiza, sino los que atañen, efectivamente, al “modelo”, incluyendo un modelo integral y planificado a largo plazo para el “campo”. Pero si esta ofensiva de la derecha triunfa, esa ocasión se habrá perdido por décadas.
La legitimidad del EstadoEn este relativamente nuevo contexto, no podemos quedar atrapados (otra vez, sin que haya dejado de ser necesario hacerlas también) en las discusiones sobre los detalles “técnicos” del conflicto. Hoy, ahora, el problema central ya no son (y tal vez nunca lo fueron en serio) las benditas “retenciones”. En un registro “puramente” económico –lo acaba de demostrar Ricardo Aronskind– ya se está discutiendo la renta a futuro del 20 por ciento de los “dueños” que controlan el 80 por ciento de la “tierra”, y no centralmente las retenciones actuales. Ya lo sabemos: ni el aumento de las retenciones móviles a las rentas extraordinarias del “campo” supone, no digamos ya una medida “confiscatoria” (¡¡!!), sino ninguna “pérdida” importante para un “campo” que nunca ha ganado tan extraordinariamente; ni, del otro lado, es estrictamente cierto que las retenciones sean una medida ampliamente “redistributiva” que vaya a mejorar decisivamente la brutal injusticia social que aún campea en la Argentina. Pero esto no significa que las retenciones (no, claro, por sí mismas, pero sí en la trama de una política nacional articulada que incluyera muchas otras medidas) no podrían y deberían contribuir a esa redistribución. Si la derecha gana, se habrá creado un peligroso antecedente de deslegitimación de la intervención del Estado en la economía, y esto impediría, o al menos obstaculizaría gravemente, que este Gobierno (si es que en algún momento reorienta sus opciones estratégicas) o cualquier otro futuro, sí utilizara las retenciones u otras medidas semejantes con fines redistributivos. Eso, en el mejor de los casos. En el peor, una parte nada despreciable de la sociedad argentina habrá completado un enorme e integral giro a la derecha del cual difícilmente habrá retorno. La situación obliga, a todo el que sienta una mínima responsabilidad ante aquella sociedad, a sentar con la mayor nitidez posible una posición. Insistamos: no necesariamente a favor del Gobierno, sino inequívocamente en contra de intentonas que a esta altura ya nadie puede dudar que son intencionalmente o no (pero más bien sí) “desestabilizadoras”, “golpistas”, “reaccionarias”. Los “golpes” ya no son hechos con tanques e infantería, pero no por eso han caducado: la especulación económica, la insidia mediática de las medias verdades y las enteras mentiras, la corrupción verbal de los epítetos clasistas y racistas, la confusión consciente de la parte con el todo –sea a favor o en contra del Gobierno o del “campo”– suelen tener un efecto más lento pero incomparablemente más profundo que los mucho más visibles uniformes con charreteras. El Gobierno deberá tomar cuidadosa nota de las “novedades” que se han producido. Y también, y sobre todo, deberemos hacerlo nosotros, los que –sin ser totalmente o siquiera en parte “pro-Gobierno”– no tenemos derecho a equivocarnos sobre dónde está el peligro mayor. Sobre dónde estará: porque esto –tregua o impasse o compás de espera, como se quiera llamarlo– recién empieza.
* Sociólogo, ensayista, profesor de Teoría Política y de Sociología del Arte (UBA).
La palabra de Horacio Gonzalez
Narración y objetividadPor Horacio González *
Los verdaderos conflictos, en su punto más intenso, suponen un doble debate simultáneo: el de las materias directas que son motivo de la divergencia y el de los medios comunicacionales que las expresan. Las luchas no sólo se hacen a través de la lengua que ponen en acción los protagonistas de un antagonismo, sino también sobre el propio uso de esa lengua, sobre la forma en que el lenguaje se debe presentar en un desacuerdo del cual inevitablemente es parte.En una sociedad con distintas fracturas en la discusión de sus intereses materiales y en las valoraciones simbólicas que los acompañan, no es fácil encontrar una mediación normativa que trabaje por encima de las diferencias planteadas, ofreciendo las garantías del “juez imparcial”. En su último rescoldo, el lenguaje es siempre el de las luchas, porque su origen se halla en ellas, por más que en determinado momento se encuentre estabilizado, en estado interino de universalidad. A poco que se lo exija, abandona su ropaje estable, para asumir las sutiles estratificaciones de un arte de injuriar, con sus no tan remotas raíces de clase, aunque las sabe abrigar de cualquier sospecha de parcialidad.Por eso, los intentos de realizar un juicio crítico que ponga un horizonte más calificado para examinar el lenguaje por el cual se lucha, no cuenta con demasiada simpatía por parte de las argumentaciones en juego. No se desea contar entre las reflexiones posibles, en el momento del combate, con una hipótesis que interrogue los supuestos de una “neutralidad valorativa” que se asignan a sí mismos algunos de los contendores.Habría que aclarar de inmediato que estos supuestos no son necesariamente intencionales o premeditados, aunque en general se basan en la certeza de que no es conveniente revisar los oscuros cimientos discursivos que habilitan las luchas. A nadie le gusta creer que sus enjuiciamientos genéricos son un enunciado faccioso. Las sobrecargas interpretativas de los medios de comunicación contemporáneos, los subrayados pastosos o las insinuaciones que surgen de espesas habladurías, surgen así de su tranquila corteza atmosférica. Producen habitualmente parodias circulares como su aparente necesidad objetiva, único rastro de autoexamen que nos brindan.Pero no pocas veces conforman un juego descalificador de fuertes alcances paródicos que suele trascender el carácter habitualmente irónico de la política. No hay género crítico más atractivo que la parodia, pero no cuando se expone con goce ombliguista y mecanismos de reemplazo infundamentado de juicios graves o irónicos sobre la experiencia dramática del presente. Sarcasmos rápidos, no siempre ingeniosos, arquetipos sacados de una sumaria galería tipológica que no se priva de ser humillante, provienen aturdidamente de buena parte del aparejo interno de las tecnologías de producción de imágenes masivas. Con su tejido de metáforas inadvertidas y sátiras que pueden implicar paradójicamente la merma inevitable de los valores emancipadores del lenguaje, la red televisiva mundial puede instaurar un monolingüismo político que anexe todas las prácticas humanas a un cuño de ilusorias libertades.Esta discusión es necesario hacerla. Las agrupaciones periodísticas que en general reúnen a los grandes propietarios de medios no suelen prestar atención a la reconstrucción brusca de la vida política que ejercen estas retóricas profundas de la urdimbre mediática. Ciertamente, son herederas de los viejos conceptos del siglo XIX en los que la prensa, en general aliada de las grandes ideas liberales, luchaba contra la censura y llevaba a la cúspide de su genio, en la pluma de Emile Zola, el “yo acuso”. Ha pasado más de un siglo. Los grandes conglomerados empresariales que producen una especial mercancía –el sentido común colectivo y formatos predigeridos de tiempo, de goce y de habla–, por primera vez en la historia pueden realizar una gigantesca transmutación en el sentido de los conocimientos y las profesiones. Por lo tanto, de la política.Una asombrosa sofisticación tecnológica, revolucionando la idea de la imagen con una nueva temporalidad ficcional, procede sin embargo desde un masivo naturalismo en el uso del lenguaje. Así permite la extraña conjunción entre la irrealidad del tiempo (y su utopía) y un craso realismo cultural (y su chatura moralizante, aunque a veces con pretexto transgresor). ¿Cómo no va a producir efectos incalculables sobre las prácticas heredadas, políticas, jurídicas, artísticas, deportivas, narrativas?Sin embargo, en tiempos de agudo conflicto social, no debería ser inevitable la sobrentendida profanación del significado abierto de los procesos históricos y el uso encubierto de usos idiomáticos que provienen de arcaicos actos de escarnio social. Son niveles no declarados –no por ello intencionales– de la producción de signos sociales con su abrumadora tela de araña conversacional que nunca dice nada. Puede ausentarse así el debate con que toda sociedad debe visualizar sin compulsión la elaboración de sus signos de desacuerdo. Aun no habiendo propósitos de ultraje –aunque en las prácticas del habla siempre hay un remoto proyecto de dominación–, surgen improvisos semánticos de tremenda hostilidad, de alcances y consecuencias ulteriores desconocidas para todos.Es imprescindible un conocimiento real sobre estos efectos y mutaciones en esta etapa del ingenio comunicacional humano. Debe provenir de instituciones transversales de la sociedad que invoquen el legado retórico de todas las épocas y sepan evadirse del comodín injusto hacia la propia historia del periodismo, respecto de que éste sería “mero reflejo”. El rostro efectivo de estas metainstituciones emancipadoras, que deben ser instituciones de autorreflexión social, es necesario construirlo novedosamente en la propia esfera pública. Ella debe repensar y exhibir sus propios procedimientos invitando a hacer lo propio a todas las instituciones de producción de significados simbólicos. Hacer política, crecientemente, será exponer con sensibilidad renovada situaciones como éstas.Quién debe coordinar estos actos de la nueva deliberación social es una discusión aún no despejada. Pero es necesario reconocer que declaraciones como la que recientemente produjo la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA se acercan al ideal autorreflexivo que exige la compleja esfera mediática contemporánea. La promesa de su vínculo con horizontes de deliberación libertaria (pues éste es el sentido último de las acciones colectivas) no puede ser desconocido, y poder recordarlo y actualizarlo es propio de la sabiduría cultural de un momento histórico. El sentido de la universidad, cada vez más, debe ser invocarlo y recordarlo, si se anima a ponerse a la altura de la construcción de nuevas democracias.¿Quién puede molestarse por el mutuo examen de las estilísticas de relato que permiten las tecnologías de difusión masiva? Hecho con las armas intelectuales más encumbradas, puede equivaler a los efectos del Discurso del método del siglo XVII o a la Fenomenología del espíritu del siglo XIX. Así, nuevos recursos de encaminamiento técnico de las estructuras dialogales de la sociedad, como la pantalla dividida, cuando va más allá de un propósito de pedagogía en simultaneidad, deben ser cuidados al extremo como un nuevo ejercicio ético, y no como la inducción a un pobrísimo pensamiento binario.Del mismo modo, deben considerarse a la luz de la ampliación democrática del horizonte colectivo de saberes las decisiones en la isla de edición o en las salas de montaje, cuando son ajenas a necesidades artísticas o de una mayor sabiduría técnica, pues demasiadas veces son ensamblajes que suplantan la decisión de millones de ciudadanos con respecto a cómo quieren articular la infinita heterogeneidad de los hechos.Si el primer plano televisivo conserva todavía marcas folletinescas, el del cine desde sus comienzos reveló grandes emocionalidades artísticas. Si el montaje televisivo no supera en mucho la ruta paródica, el del cine recorrió casi un camino filosófico, paralelo al de las grandes obras literarias. Esto revela que aún es necesario avanzar mucho más en la ética de las imágenes y su relación con los conocimientos renovadores. Las decisiones de cámara, la fragmentación dialógica de la pantalla, el manual básico de coberturas, el arte de la pregunta, el propio caricaturismo –escena libertaria básica que en la Argentina tiene el ilustre antecedente de El Mosquito– son recursos de profunda y saludable ambigüedad, de los que siempre podrá dudarse, legítimamente, si captan climas sociales difusos de los que es necesario dar cuenta, o si inducen sin proponérselo a abismos políticos potenciales.Debido a esto la “objetividad” es una más de las verosimilitudes en juego, así como la “narración” puede ser la última instancia de la objetividad. Como un acto político colectivo, de carácter intelectual y moral, debe ser elaborada una objetividad que se constituya en pacto profundo entre el acontecimiento y su capacidad de transformarse en un lenguaje de conocimiento. No se deberían presuponer hechos al margen del lenguaje ni debería propagandizarse un lenguaje ilusoriamente generado por su mero peso narrativo.El contraejemplo de esta promesa de una nueva conciencia sobre las imágenes colectivas es el artículo del corresponsal del diario El País de España, del 9 de abril, en el que con desconocimientos llamativos de la situación argentina, se acarrean al desgaire todos los lugares comunes de un boletín de guerra, que de ser cierto nos colocaría en un nuevo momento de inadmisibles penumbras. La cuestión excede a la responsabilidad de un periodista. Es urgente verla como la necesidad de una nueva objetividad crítica, y como el llamado compartido a un evento emancipador de la palabra pública en los medios de comunicación.
* Sociólogo, ensayista, director de la Biblioteca Nacional.Martes, 15 de Abril de 2008
Los verdaderos conflictos, en su punto más intenso, suponen un doble debate simultáneo: el de las materias directas que son motivo de la divergencia y el de los medios comunicacionales que las expresan. Las luchas no sólo se hacen a través de la lengua que ponen en acción los protagonistas de un antagonismo, sino también sobre el propio uso de esa lengua, sobre la forma en que el lenguaje se debe presentar en un desacuerdo del cual inevitablemente es parte.En una sociedad con distintas fracturas en la discusión de sus intereses materiales y en las valoraciones simbólicas que los acompañan, no es fácil encontrar una mediación normativa que trabaje por encima de las diferencias planteadas, ofreciendo las garantías del “juez imparcial”. En su último rescoldo, el lenguaje es siempre el de las luchas, porque su origen se halla en ellas, por más que en determinado momento se encuentre estabilizado, en estado interino de universalidad. A poco que se lo exija, abandona su ropaje estable, para asumir las sutiles estratificaciones de un arte de injuriar, con sus no tan remotas raíces de clase, aunque las sabe abrigar de cualquier sospecha de parcialidad.Por eso, los intentos de realizar un juicio crítico que ponga un horizonte más calificado para examinar el lenguaje por el cual se lucha, no cuenta con demasiada simpatía por parte de las argumentaciones en juego. No se desea contar entre las reflexiones posibles, en el momento del combate, con una hipótesis que interrogue los supuestos de una “neutralidad valorativa” que se asignan a sí mismos algunos de los contendores.Habría que aclarar de inmediato que estos supuestos no son necesariamente intencionales o premeditados, aunque en general se basan en la certeza de que no es conveniente revisar los oscuros cimientos discursivos que habilitan las luchas. A nadie le gusta creer que sus enjuiciamientos genéricos son un enunciado faccioso. Las sobrecargas interpretativas de los medios de comunicación contemporáneos, los subrayados pastosos o las insinuaciones que surgen de espesas habladurías, surgen así de su tranquila corteza atmosférica. Producen habitualmente parodias circulares como su aparente necesidad objetiva, único rastro de autoexamen que nos brindan.Pero no pocas veces conforman un juego descalificador de fuertes alcances paródicos que suele trascender el carácter habitualmente irónico de la política. No hay género crítico más atractivo que la parodia, pero no cuando se expone con goce ombliguista y mecanismos de reemplazo infundamentado de juicios graves o irónicos sobre la experiencia dramática del presente. Sarcasmos rápidos, no siempre ingeniosos, arquetipos sacados de una sumaria galería tipológica que no se priva de ser humillante, provienen aturdidamente de buena parte del aparejo interno de las tecnologías de producción de imágenes masivas. Con su tejido de metáforas inadvertidas y sátiras que pueden implicar paradójicamente la merma inevitable de los valores emancipadores del lenguaje, la red televisiva mundial puede instaurar un monolingüismo político que anexe todas las prácticas humanas a un cuño de ilusorias libertades.Esta discusión es necesario hacerla. Las agrupaciones periodísticas que en general reúnen a los grandes propietarios de medios no suelen prestar atención a la reconstrucción brusca de la vida política que ejercen estas retóricas profundas de la urdimbre mediática. Ciertamente, son herederas de los viejos conceptos del siglo XIX en los que la prensa, en general aliada de las grandes ideas liberales, luchaba contra la censura y llevaba a la cúspide de su genio, en la pluma de Emile Zola, el “yo acuso”. Ha pasado más de un siglo. Los grandes conglomerados empresariales que producen una especial mercancía –el sentido común colectivo y formatos predigeridos de tiempo, de goce y de habla–, por primera vez en la historia pueden realizar una gigantesca transmutación en el sentido de los conocimientos y las profesiones. Por lo tanto, de la política.Una asombrosa sofisticación tecnológica, revolucionando la idea de la imagen con una nueva temporalidad ficcional, procede sin embargo desde un masivo naturalismo en el uso del lenguaje. Así permite la extraña conjunción entre la irrealidad del tiempo (y su utopía) y un craso realismo cultural (y su chatura moralizante, aunque a veces con pretexto transgresor). ¿Cómo no va a producir efectos incalculables sobre las prácticas heredadas, políticas, jurídicas, artísticas, deportivas, narrativas?Sin embargo, en tiempos de agudo conflicto social, no debería ser inevitable la sobrentendida profanación del significado abierto de los procesos históricos y el uso encubierto de usos idiomáticos que provienen de arcaicos actos de escarnio social. Son niveles no declarados –no por ello intencionales– de la producción de signos sociales con su abrumadora tela de araña conversacional que nunca dice nada. Puede ausentarse así el debate con que toda sociedad debe visualizar sin compulsión la elaboración de sus signos de desacuerdo. Aun no habiendo propósitos de ultraje –aunque en las prácticas del habla siempre hay un remoto proyecto de dominación–, surgen improvisos semánticos de tremenda hostilidad, de alcances y consecuencias ulteriores desconocidas para todos.Es imprescindible un conocimiento real sobre estos efectos y mutaciones en esta etapa del ingenio comunicacional humano. Debe provenir de instituciones transversales de la sociedad que invoquen el legado retórico de todas las épocas y sepan evadirse del comodín injusto hacia la propia historia del periodismo, respecto de que éste sería “mero reflejo”. El rostro efectivo de estas metainstituciones emancipadoras, que deben ser instituciones de autorreflexión social, es necesario construirlo novedosamente en la propia esfera pública. Ella debe repensar y exhibir sus propios procedimientos invitando a hacer lo propio a todas las instituciones de producción de significados simbólicos. Hacer política, crecientemente, será exponer con sensibilidad renovada situaciones como éstas.Quién debe coordinar estos actos de la nueva deliberación social es una discusión aún no despejada. Pero es necesario reconocer que declaraciones como la que recientemente produjo la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA se acercan al ideal autorreflexivo que exige la compleja esfera mediática contemporánea. La promesa de su vínculo con horizontes de deliberación libertaria (pues éste es el sentido último de las acciones colectivas) no puede ser desconocido, y poder recordarlo y actualizarlo es propio de la sabiduría cultural de un momento histórico. El sentido de la universidad, cada vez más, debe ser invocarlo y recordarlo, si se anima a ponerse a la altura de la construcción de nuevas democracias.¿Quién puede molestarse por el mutuo examen de las estilísticas de relato que permiten las tecnologías de difusión masiva? Hecho con las armas intelectuales más encumbradas, puede equivaler a los efectos del Discurso del método del siglo XVII o a la Fenomenología del espíritu del siglo XIX. Así, nuevos recursos de encaminamiento técnico de las estructuras dialogales de la sociedad, como la pantalla dividida, cuando va más allá de un propósito de pedagogía en simultaneidad, deben ser cuidados al extremo como un nuevo ejercicio ético, y no como la inducción a un pobrísimo pensamiento binario.Del mismo modo, deben considerarse a la luz de la ampliación democrática del horizonte colectivo de saberes las decisiones en la isla de edición o en las salas de montaje, cuando son ajenas a necesidades artísticas o de una mayor sabiduría técnica, pues demasiadas veces son ensamblajes que suplantan la decisión de millones de ciudadanos con respecto a cómo quieren articular la infinita heterogeneidad de los hechos.Si el primer plano televisivo conserva todavía marcas folletinescas, el del cine desde sus comienzos reveló grandes emocionalidades artísticas. Si el montaje televisivo no supera en mucho la ruta paródica, el del cine recorrió casi un camino filosófico, paralelo al de las grandes obras literarias. Esto revela que aún es necesario avanzar mucho más en la ética de las imágenes y su relación con los conocimientos renovadores. Las decisiones de cámara, la fragmentación dialógica de la pantalla, el manual básico de coberturas, el arte de la pregunta, el propio caricaturismo –escena libertaria básica que en la Argentina tiene el ilustre antecedente de El Mosquito– son recursos de profunda y saludable ambigüedad, de los que siempre podrá dudarse, legítimamente, si captan climas sociales difusos de los que es necesario dar cuenta, o si inducen sin proponérselo a abismos políticos potenciales.Debido a esto la “objetividad” es una más de las verosimilitudes en juego, así como la “narración” puede ser la última instancia de la objetividad. Como un acto político colectivo, de carácter intelectual y moral, debe ser elaborada una objetividad que se constituya en pacto profundo entre el acontecimiento y su capacidad de transformarse en un lenguaje de conocimiento. No se deberían presuponer hechos al margen del lenguaje ni debería propagandizarse un lenguaje ilusoriamente generado por su mero peso narrativo.El contraejemplo de esta promesa de una nueva conciencia sobre las imágenes colectivas es el artículo del corresponsal del diario El País de España, del 9 de abril, en el que con desconocimientos llamativos de la situación argentina, se acarrean al desgaire todos los lugares comunes de un boletín de guerra, que de ser cierto nos colocaría en un nuevo momento de inadmisibles penumbras. La cuestión excede a la responsabilidad de un periodista. Es urgente verla como la necesidad de una nueva objetividad crítica, y como el llamado compartido a un evento emancipador de la palabra pública en los medios de comunicación.
* Sociólogo, ensayista, director de la Biblioteca Nacional.Martes, 15 de Abril de 2008
Rozitchner y los medios
El Verbo expropiado por el capital privadoPor León Rozitchner *
Se da como cierto que los medios de comunicación –cuarto poder se definen, orondos, a sí mismos– son un poder sagrado, inamovible y absoluto, cuando en realidad son el producto de una expropiación del espacio público convertido en privado. Se presentan como si fueran el fundamento del poder democrático siendo exactamente lo contrario: su acceso está vedado a las diversas corrientes de expresión de la ciudadanía.Forman parte de una estrategia neoliberal mundial –el capital financiero internacional– que compró el dominio de la “opinión pública” al expropiar los medios de ejercerla. Basta leer los diarios importantes del mundo: todos están defendiendo lo mismo diciendo lo mismo con las mismas palabras. Su propiedad en nuestro país es tan espuria como el origen de la propiedad de la tierra: aliados del terror y del genocidio. (No olvidemos: una exigencia del poder militar en su ultimátum a Alfonsín requería que la televisión en manos del Estado fuese privatizada: entregada a los grupos financieros en cuyo nombre dieron el golpe.) ¿Podemos hacernos los ingenuos y seguir ignorando que es necesario, para que democracia realmente haya, que los medios sean abiertos a todas las perspectivas de la ciudadanía? ¿Ocultarnos que el éter es un espacio material público que forma parte de la soberanía argentina, isomorfo con su geografía? Como si el golpe de los grandes dueños de la tierra, y los financistas que la convirtieron en fondo de inversión, no formara parte del plan desestabilizador de su estrategia política. ¿No exige entonces, por parte del poder político, nuevas “retenciones” sobre lo que han acaparado para dejarnos hambreados de saber, escuálidos de conocimientos, ignorantes sobre lo que estamos viviendo? Para poder dejarnos sin alimentos los media tuvieron previamente que dejarnos sin palabras. Para decirlo brevemente: el golpe de Estado mediático de los grandes dueños de la tierra habría sido imposible sin el poder de los grandes dueños de los media.Todos discuten si fue o no fue un golpe. Lo importante, creo, es que el fantasma de un golpe de Estado, real o fantaseado, es lo que el poder de los medios necesita despertar para que nuevamente los habitantes se rindan a las fuerzas del mercado. Vuelven a suscitar otra vez el fantasma del terror represivo desde aquellos que estaban en el estrado gualeguaychino: la Sociedad Rural, Carbap, Coninagro, la nueva pequeña burguesía de la Federación Agraria y, como si faltara algo para cerrar esta pastoral política que ya había ubicado a la derecha a una mujer de izquierda, lo inesperado: un cura paisano desde este extraño púlpito implorando a una nueva figura sagrada, a la Virgen Gaucha, rezando todos juntos un Padre Nuestro –mientras le extraen a la Tierra Madre todos sus nutrientes hasta dejarla exhausta–. Eso sí: ningún “negro” trabajador en negro los acompañaba.Este golpe de “los dueños de la tierra” –expresión acuñada por David Viñas– no habría sido posible sin el apoyo cómplice y monopólico de los media. El monopolio del poder mediático fue primero aliado de la dictadura genocida, junto con el poder económico y el religioso. Aliado que sirvió, y sigue sirviendo, para desactivar el espacio corporal y subjetivo de la ciudadanía: impedir que pueda tomar conciencia y cuerpo sobre la verdad de lo que nos pasa. Son el instrumento de la “dictadura del saber único” en el del dominio económico y político de la globalización financiera. Son los que han ido modelando la conciencia y el imaginario, las pocas valencias libres que el pavor del genocidio había dejado disponibles en los sujetos aterrados de la ciudadanía.Los que valoramos a la palabra como ejercicio privilegiado de una actividad de intercambio social por excelencia, que se define como “el habla”, la “lengua” o “el pensamiento”, base de la humanización que define nuestro ser o no ser hombres, hemos sido despojados de su uso social y hemos sido excluidos del espacio público. Nos han limitado, ante el avance técnico de las comunicaciones, a ejercerla sólo en los ámbitos restringidos abiertos hace siglos por la galaxia Gutemberg: a los libros y a la revistas especializadas que sólo son legibles para un público minoritario. En pocas palabras: hemos sido expropiados y expulsados del espacio social publico, nos han despojado del derecho humano de la expresión escrita o hablada. Es como si todos debieran leer un único libro: el que ellos escriben. La verdad circula sólo por lo que ellos permiten que se exprese y sus empleados –periodistas se llaman– repiten o dicen lo que el patrón les manda: en los media ha triunfado la dictadura del propietariado.El papel de los “intelectuales”. ¿Es posible que la universidad argentina, donde se elabora el saber “objetivo” y “científico” del conocimiento –el saber de los argentinos sobre nosotros mismos–, no tenga ni un canal de TV para difundir, en cada caso, un “saber” verdadero sobre cada circunstancia política, económica, técnica y social que es su función pedagógica innegable? ¿Debemos seguir aceptando que la función pedagógica para las grandes mayorías haya sido delegada en los grupos financieros que la organizan en provecho propio desde los media? Si rechazamos la privatización de la enseñanza por sectaria –que fue avanzando sobre todo luego de los golpes militares y económicos–, ¿podemos aceptar que el espacio público de la comunicación social siga expropiado por el capital privado?No se trata entonces sólo de salir a decir que la tierra forma parte de un todo más amplio que es la nación misma. Habría que decir también que el “espacio” de los media es propiedad de la nación, de esa misma tierra etérea por donde la comunicación circula, que también su soberanía nos fue expropiada por los sucesivos golpes militares y económicos. El golpe económico del campo se apoya en la supervivencia, sobre la estela del golpe militar del ’76: la amenaza del hambre se inscribe en la misma línea moral genocida que la amenaza de extermino de la vida. Y que si una buena parte de la ciudadanía está confundida y ya no entiende nada es porque esos mismos medios van cotidianamente ablandando y configurando el imaginario y la conciencia de la población argentina, que termina pensando contra sí misma.Lo extraño es que recién, por primera vez desde los medios, la presidenta de la República –y porque accedió a ellos en un momento culminante– aparezca exponiendo masivamente un saber antes cautivo, y le comunique a toda la población una parte de la trama trenzada de los intereses turbios, hasta ese momento desconocida para la mayoría de los argentinos: ligar el genocidio militar con los media y con la economía. Intereses que están en juego nuevamente en este momento crucial en que el poder económico quiere sitiar al gobierno democrático para volver a despojarnos de lo poco ganado, y cuando todavía falta tanto. Y no es extraño que una ilustrada figura universitaria, prohijada por los media, le contestara para amonestarla: “No era el momento adecuado para que la presidenta de la República esbozara su tesis historiográfica sobre la complicidad de cualquier sector de la producción agraria con el golpe militar”. Está claro: la “verdad” no es para que la sepa la mersa, sólo debe quedar circunscripta a las “tesis” de la academia universitaria. Que aparezca difundida desde el discurso de la primera figura política en la democracia, y sea difundida por los medios... ése es el pecado. Y nos está dando el ejemplo de aquello que los escritores debemos rendir para acceder a los medios públicos: sólo si aceptamos que la verdad llamada académica quede, clandestina, dentro de los claustros. Si renunciamos a decirla en público.Esperemos que el Verbo, propiedad privada de los media, no sirva sólo de responso para una conciencia nacional difunta.
* Filósofo.Lunes, 07 de Abril de 2008
Se da como cierto que los medios de comunicación –cuarto poder se definen, orondos, a sí mismos– son un poder sagrado, inamovible y absoluto, cuando en realidad son el producto de una expropiación del espacio público convertido en privado. Se presentan como si fueran el fundamento del poder democrático siendo exactamente lo contrario: su acceso está vedado a las diversas corrientes de expresión de la ciudadanía.Forman parte de una estrategia neoliberal mundial –el capital financiero internacional– que compró el dominio de la “opinión pública” al expropiar los medios de ejercerla. Basta leer los diarios importantes del mundo: todos están defendiendo lo mismo diciendo lo mismo con las mismas palabras. Su propiedad en nuestro país es tan espuria como el origen de la propiedad de la tierra: aliados del terror y del genocidio. (No olvidemos: una exigencia del poder militar en su ultimátum a Alfonsín requería que la televisión en manos del Estado fuese privatizada: entregada a los grupos financieros en cuyo nombre dieron el golpe.) ¿Podemos hacernos los ingenuos y seguir ignorando que es necesario, para que democracia realmente haya, que los medios sean abiertos a todas las perspectivas de la ciudadanía? ¿Ocultarnos que el éter es un espacio material público que forma parte de la soberanía argentina, isomorfo con su geografía? Como si el golpe de los grandes dueños de la tierra, y los financistas que la convirtieron en fondo de inversión, no formara parte del plan desestabilizador de su estrategia política. ¿No exige entonces, por parte del poder político, nuevas “retenciones” sobre lo que han acaparado para dejarnos hambreados de saber, escuálidos de conocimientos, ignorantes sobre lo que estamos viviendo? Para poder dejarnos sin alimentos los media tuvieron previamente que dejarnos sin palabras. Para decirlo brevemente: el golpe de Estado mediático de los grandes dueños de la tierra habría sido imposible sin el poder de los grandes dueños de los media.Todos discuten si fue o no fue un golpe. Lo importante, creo, es que el fantasma de un golpe de Estado, real o fantaseado, es lo que el poder de los medios necesita despertar para que nuevamente los habitantes se rindan a las fuerzas del mercado. Vuelven a suscitar otra vez el fantasma del terror represivo desde aquellos que estaban en el estrado gualeguaychino: la Sociedad Rural, Carbap, Coninagro, la nueva pequeña burguesía de la Federación Agraria y, como si faltara algo para cerrar esta pastoral política que ya había ubicado a la derecha a una mujer de izquierda, lo inesperado: un cura paisano desde este extraño púlpito implorando a una nueva figura sagrada, a la Virgen Gaucha, rezando todos juntos un Padre Nuestro –mientras le extraen a la Tierra Madre todos sus nutrientes hasta dejarla exhausta–. Eso sí: ningún “negro” trabajador en negro los acompañaba.Este golpe de “los dueños de la tierra” –expresión acuñada por David Viñas– no habría sido posible sin el apoyo cómplice y monopólico de los media. El monopolio del poder mediático fue primero aliado de la dictadura genocida, junto con el poder económico y el religioso. Aliado que sirvió, y sigue sirviendo, para desactivar el espacio corporal y subjetivo de la ciudadanía: impedir que pueda tomar conciencia y cuerpo sobre la verdad de lo que nos pasa. Son el instrumento de la “dictadura del saber único” en el del dominio económico y político de la globalización financiera. Son los que han ido modelando la conciencia y el imaginario, las pocas valencias libres que el pavor del genocidio había dejado disponibles en los sujetos aterrados de la ciudadanía.Los que valoramos a la palabra como ejercicio privilegiado de una actividad de intercambio social por excelencia, que se define como “el habla”, la “lengua” o “el pensamiento”, base de la humanización que define nuestro ser o no ser hombres, hemos sido despojados de su uso social y hemos sido excluidos del espacio público. Nos han limitado, ante el avance técnico de las comunicaciones, a ejercerla sólo en los ámbitos restringidos abiertos hace siglos por la galaxia Gutemberg: a los libros y a la revistas especializadas que sólo son legibles para un público minoritario. En pocas palabras: hemos sido expropiados y expulsados del espacio social publico, nos han despojado del derecho humano de la expresión escrita o hablada. Es como si todos debieran leer un único libro: el que ellos escriben. La verdad circula sólo por lo que ellos permiten que se exprese y sus empleados –periodistas se llaman– repiten o dicen lo que el patrón les manda: en los media ha triunfado la dictadura del propietariado.El papel de los “intelectuales”. ¿Es posible que la universidad argentina, donde se elabora el saber “objetivo” y “científico” del conocimiento –el saber de los argentinos sobre nosotros mismos–, no tenga ni un canal de TV para difundir, en cada caso, un “saber” verdadero sobre cada circunstancia política, económica, técnica y social que es su función pedagógica innegable? ¿Debemos seguir aceptando que la función pedagógica para las grandes mayorías haya sido delegada en los grupos financieros que la organizan en provecho propio desde los media? Si rechazamos la privatización de la enseñanza por sectaria –que fue avanzando sobre todo luego de los golpes militares y económicos–, ¿podemos aceptar que el espacio público de la comunicación social siga expropiado por el capital privado?No se trata entonces sólo de salir a decir que la tierra forma parte de un todo más amplio que es la nación misma. Habría que decir también que el “espacio” de los media es propiedad de la nación, de esa misma tierra etérea por donde la comunicación circula, que también su soberanía nos fue expropiada por los sucesivos golpes militares y económicos. El golpe económico del campo se apoya en la supervivencia, sobre la estela del golpe militar del ’76: la amenaza del hambre se inscribe en la misma línea moral genocida que la amenaza de extermino de la vida. Y que si una buena parte de la ciudadanía está confundida y ya no entiende nada es porque esos mismos medios van cotidianamente ablandando y configurando el imaginario y la conciencia de la población argentina, que termina pensando contra sí misma.Lo extraño es que recién, por primera vez desde los medios, la presidenta de la República –y porque accedió a ellos en un momento culminante– aparezca exponiendo masivamente un saber antes cautivo, y le comunique a toda la población una parte de la trama trenzada de los intereses turbios, hasta ese momento desconocida para la mayoría de los argentinos: ligar el genocidio militar con los media y con la economía. Intereses que están en juego nuevamente en este momento crucial en que el poder económico quiere sitiar al gobierno democrático para volver a despojarnos de lo poco ganado, y cuando todavía falta tanto. Y no es extraño que una ilustrada figura universitaria, prohijada por los media, le contestara para amonestarla: “No era el momento adecuado para que la presidenta de la República esbozara su tesis historiográfica sobre la complicidad de cualquier sector de la producción agraria con el golpe militar”. Está claro: la “verdad” no es para que la sepa la mersa, sólo debe quedar circunscripta a las “tesis” de la academia universitaria. Que aparezca difundida desde el discurso de la primera figura política en la democracia, y sea difundida por los medios... ése es el pecado. Y nos está dando el ejemplo de aquello que los escritores debemos rendir para acceder a los medios públicos: sólo si aceptamos que la verdad llamada académica quede, clandestina, dentro de los claustros. Si renunciamos a decirla en público.Esperemos que el Verbo, propiedad privada de los media, no sirva sólo de responso para una conciencia nacional difunta.
* Filósofo.Lunes, 07 de Abril de 2008
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